Vicente Verdú
Así como la cocina es la sala de máquinas donde se pasa de la barbarie a la civilización, de lo crudo a lo cocido, el cuarto de baño es la factoría donde se imparte salud contra la enfermedad, lo limpio contra lo sucio, lo puro frente a la tacha. Curiosamente, en los hospitales, suelen mandar a los recién operados, todavía doloridos y descompuestos, a que tomen una ducha:: "se sentirán mejor", dicen.
Lo dicen y aciertan, la ducha arrastra de la superficie la infección pero también la mugre de la tristeza enferma. Con esa ducha se ingresa en un universo imposible de prever y entre la ceguera y el latigazo térmico el cuerpo cruza una tonante lucha. La lucha que caracteriza el cabal proceder del agua tanto para sanar como para matar, para hacer cantar o sumirse hondamente en el ahogo.
El agua discurre también en el fregadero pero su naturaleza es de otro orden muy ajeno. El agua de la cocina es un agua fabril que interviene para cambiar las cosas, la segunda, el agua del baño, es una agua fabril que actúa para cambiar a las personas.
Ambas puede cruzarse en sus ocupaciones de limpieza pero la clase de nitidez que procura el agua del baño pertenece, además, al sistema general del aseo, del atildamiento y, finalmente, de la estética esencial. Una estética que cumple con una histórica proximidad ética, manifestada en lo puro, lo pulcro, lo inmaculado.
Hace poco más de un siglo que el cuarto de baño fue ascendiendo de categoría dentro del hogar burgués, al punto, que el precio de las viviendas ha llegado a fijarse mediante una ratio que depende de los metros cuadrados del cuarto de baño.
Ninguna vivienda suntuosa puede ahora asociarse sino con un gran cuarto de baño. El origen del placer de la bañera, las inversiones en pórfidos y otro que correspondían a los baños romanos, se encuentra en el sueño de los baños modernos, alicatados como de un brillo que repele tanto la excrecencia como la dependencia externa. El cuarto de baño viene a ser de este modo como un recinto excepcional en el interior de la casa, cuarto para sí mismo, dotado de cerraduras y espejos narcisistas, lugar de la mayor intimidad del yo que se observa, se corrige, se acicala.
Sin importar sus dimensiones, el cuarto de baño, es en por su excepcionalidad y por su capacidad de librarnos del contexto o recabarnos para el propio yo, un medio de placer privado o una sala de pecado privadísimo que llevará incluso a la extrema voluptuosidad del suicidio.
Un suicidio, con o sin sangre, perfectamente acorde con esa morgue doméstica, entre la finitud y la trascendencia, entre el relámpago y el diablo.
Si su composición no se parece a ninguna pieza más del hogar pero, además, su inspiración radicalmente heterogénea (mezcla del "retrete" y la "bañera") tiende hacia el vértice piramidal del culto al agua.
El cuarto de baño actual, redentor del ominoso retrete, se expresa a través de la tina del ocio- del ocio de la tina- en una dosis inmensurada de placidez pero, igualmente, el agua que lo colma posee, en cuanto agua natural y corriente, el solvente olvido del tiempo.
Tomar contacto con el agua en el lavabo o en el mar, con los ojos cerrados o abiertos, traslada a una idea de absoluto en donde, inmediatamente, se deshace la temporalidad y sus grumos.
Así los momentos que se viven en la ducha bajo el vigor del agua o entregados a su dulce maternidad en la bañera propician la intuición de una disolución salvífica, incombatible y eterna. Pérdida feliz del yo agresor que se amansa y deslíe en la corriente mientras nos libera de sus pesos, sus disgustos, sus hedores.
De esta manera puede decirse, con honor, que el cuarto de baño, realizado a nuestro gusto mundano puede servir también como una cámara de desrealización y fuga del mundo. El agua mana sobre la rugosidad de nuestra superficie y arrastra su bardoma. Incide en la memoria de la piel y puede permearla hasta fundir la profundidad de su invasión con la extrema claridad de su materia.
Material líquido, vida liquidada. Vida desaparecida en la luz del agua: luz que se despliega con la magna cadencia del agua o agua que sigue la inteligente velocidad de la luz para transformar la pugna de la materia y el tiempo, el pecado y el cielo, la vigilia o el duro deber de vivir y de morir en el acontecer y en su portento.