Vicente Verdú
Muchas personas confiesas, sin intención de exagerar, que uno de sus mayores placeres consiste en llegar a casa y ponerse las zapatillas.
Aún no hallándose dentro de esta población tan dichosa en zapatillas, su confort es fácil de entender tanto como atendiendo al deleite que procura el afectuoso contacto del fieltro, elegido para lograr este efecto, como analizando la inmediata puerilización de los deseos que facilita el andar sin coerción.
De hecho, la zapatilla viene a ser la antagonista de lo disciplinario, el quehacer y el deber. De ese modo se calza pacífica y pasivamente al pie.
Frente al zapato que tampoco le queda otra opción que calzar el pie cuando se le manda, la zapatilla no discute esa opción. La obediencia del zapato es rebelde o fundamentalmente indócil puesto que su estado perfecto no es la vida en casa sino que su rango natural se cumple en la escena pública y mediante alguna ocupación, productiva o eficaz. El zapato lleva de aquí para allá y luce en uno u otro lugar pero la zapatilla es intrínsecamente casera y desprovisto de cualquier ocupación fabril.
Los zapatos se exhiben en los comercios como objetos que brillan en sí mientras que las zapatillas aluden inevitablemente a un ser humano opaco y de cuya condición se deduce el no hacer, no hacer incondicional.
El zapato es colectivo, urbano y callejero pero la zapatilla es privada, individual y habitacional. Una clase de ser interior que, no poseyendo un interior impositivo, acaba pronto en la desganada oferta de bienestar gratuito y holgazán. Las zapatillas, en efecto, no son, en nada, objetos y es la pasividad que despide, tan espontánea y espesa la que, sin pretenderlo, se ablanda el lugar donde se encuentren y su manso paso a lo largo del recorrido que pisan.
No son por tanto calzado en ningún sentido estricto porque estructuralmente se hallan diseñadas en las afueras semánticas de la estructuración. El zapato marca el pie y busca, en la mayor parte de los supuestos, transmitir alguna determinación.
La zapatilla, por el contrario, es lo opuesto a toda convicción humana o trascendente, personal o social. Su talante -sin sujeto dentro- la asocia a los diálogos sin objetivo o, precisamente, a esa clase de conversación familiar que al fin del día intercambia palabras resabidas y se refiere sólo a problemas rutinarios y de ínfimo valor.
La zapatilla conlleva morfológicamete una declaración disolutoria o una disolución declarativa. No se relaciona con pugna alguna ni con el menor residuo de confrontación, dialéctica o no.
Existe como un animal del que fueron condonadas todos los factores de enfrentamiento y de este modo subordinado y ciego, desganado y ablativo se ofrece a nuestra floja voluntad. Más bien nuestra voluntad es, por la misma desidia, la misma que la suya en el momento en que el pie se adentra en su organismo y la moviliza como el cuerpo y el alma que rellena un vacío sin la menor ansiedad.
Probablemente, el bienestar que procuran las zapatillas del que sus usuarios obtienen la recompensa mayor, procede de ellas y ellos juntos no son ya seres en sí, no son juntos seres para la muerte sino seres para la inacción y en el punto G de la ausencia del deseo. Ellas son tan sólo para hacer gozar el deseo cero y esa oquedad donde se hace posible la integridad del gozo sin posesor.
Ciertamente el zapato se beneficia del movimiento que le permite pasear, exhibirse, participar de los actos mercantiles y la vida erótica, pero la zapatilla se halla eximida de todo ello. No es más que un regazo liberado de toda obligación, al punto que al calzarlas somos infundidos de su inocencia sin pasión, ni obligación, sin objetivo ni causa. No hay más que inarticulación en el cuerpo de la zapatilla a la manera en que acaso un amable muñeco de trapo. Pero la zapatilla es, además femenina, una mujer pura, una mujer que ni es amante, ni es madre, ni es esposa, ni es abuela, sólo amor. El absoluto de su concavidad donde el pie, como basamento del cuerpo, se acoge trasmite la sensación de un sosiego cósmico y acaso el impulso para poder volar.