Vicente Verdú
Casi todas las semanas desde hace un par de años recibo mails de amigos y amigas que se jubilan. Cuento ya con muchos más amigos y conocidos jubilados que en activo, algunos de ellos no de avanzada edad pero todos erradicados del trabajo. La mayoría sufren la tara que acompaña a esta nueva situación y conservan ya un sabor amargo del lugar trabajo vivido, del trato recibido, del fin ingrato que les ha obligado o invitado al retiro. ¿Ha de ser así fatalmente la historia? ¿Debe quedar una memoria áspera de las innumerables horas confiadas al empleo?
Casi sin excepción, una y otra despedida parece la clase de adiós de quien se traslada hacia un mundo invisible o denota un grave tránsito que lleva desde la presencia a la ausencia, desde el profesional que cuenta a la que no contará más, que no formará parte de lo que tiene peso y acaso incluso tampoco visibilidad. En el término del empleo, incluso de empleos sin demasiada singularidad se pierde, en no pocos casos y como de paso, parte también de la identidad. No debería ser así pero ¿qué decir de los currículos que redactamos nosotros mismos y en los que sólo hablamos de nosotros en cuanto trabajadores o preparados para cumplirlo? El trabajo se va y con él se marcha todo el informe vital, nos vamos de la nómina tal como si el asidero de nuestra denominación estuviera pendiente de su vigencia ¿Cómo no sentir la injusticia y la crueldad de este trágico malentendido? ¿Cómo no reivindicarse antes y después de la jubilación como alguien que existe plenamente hasta que efectivamente muera? ¿Cómo no imaginar que pronto el trabajo no acabe nunca y el empleo, más o menos largo, no signifique el más o el menos de nuestro valor?