Vicente Verdú
Contra lo que se dice tópicamente no es sólo el hombre el que ha quedado desprendido de papel en cuanto padre, en cuanto a jefe patriarcal, en cuanto a icono, sino que también las mujeres, cuando el hombre ha perdido su puesto tradicional ha extraviado también el suyo y hasta ha balanceado hacia un inesperado abismo inverso.
Los sistemas operan y se mantienen cuando sus elementos con funciones distintas consiguen hacer viable el conjunto. La teoría de la complejidad ha descrito de sobra estas conexiones múltiples, tan intrincadas como una red neuronal y la interacción del cosmos.
No es posible, como enseñó la mecánica de la Ilustración, que reparando o reforzando una pieza se logre mejorar el sistema anterior. Los sistemas son complejos por antonomasia y cada uno de sus componentes interacciona con los demás en condiciones de interdependencia, no sólo de subordinación o sometimiento patológico. El mal de cualquier órgano humano no se resuelve bien mediante su extirpación sino atendiendo a las razones de su disfunción que sin duda no se explican localmente.
El mal del hombre o lo que ha venido a llamarse así con el tiempo no es sino una degeneración de su función precedente y la patología del macho no como energía negativa sino como energía caduca o improductiva. Pero, a la vez, por causa de la interconexión indefectible, el mal del hombre no se arregla mediante otra masculinidad sino a través de la transformación general que permita el funcionamiento en otra clave sistémica. No es sólo la masculinidad, sino la feminidad y sus valores, sus solicitudes, sus funciones, sus posiciones en una trama que cambia de paradigma, cambia de lo mecánico a lo digital, del machihembrado a la proximidad, de los émbolos y las excavaciones, a las pantallas y las navegaciones.
Es ahora la totalidad de la producción social la que se encuentra en una mudanza fundacional y en este trance, precisamente, asistimos a una intensa y extraña sensación de ausencia. Se ha vaciado el espacio de la ordenación tradicional, se han abatido muros y compartimentos, se ha optado por un entendimiento del sexo como género y, simultáneamente se ha enfatizado la sociología sobre la biología, lo flexible sobre lo fijado, lo relativo sobre lo absoluto, lo edificable sobre el solar de lo edificado. De este modo la especulación ha creado esta gran burbuja de los derechos inmarcesibles de la mujer que se extienden sin criterio desde el saqueo de la lengua, al saqueo de la genitalidad, desde la igualación de las emociones a la homogenización de los cuerpos. En esta coyuntura que en otros asuntos aniquila la ideología, aniquila aquí la simbología. Será reaccionario el imaginario de la mujer puesto que reproduce la repudiada imaginación patriarcal del hombre. No hay sueño más repugnante de mujer que el sueño del ominoso hombre. Pero ¿entonces que nuevos imaginarios se alzan en el pensamiento simbólico de la colectividad? No existen o es temible su enunciado. Todo imaginario, como efecto de la condena del imaginario, queda proscrito. ¿Consecuencia? Un gran vacío se expande en el lugar de los sueños, un ámbito desnudo, blanco y en silencio, se alza en el espacio donde gritaban los más oscuros anhelos.