Vicente Verdú
El escritor parecía hasta hace poco un elegido, un semidios de lazos privilegiados con la inspiración divina proveniente del más allá. Hoy, sin embargo, miles de escuelas enseñan a escribir y ser autor de libros como una actividad artesana más. El oficio de escritor, como el de pintor, son oficios al estilo de los demás y quien posee, además, talento o genio al practicarlos, destaca en sus producciones. No deja por eso, sin embargo, de seguir siendo ser un productor, un mero trabajador del oficio y un ser humano como todos los demás. El culto al escritor, el culto al artista, la veneración, pertenece al pasado. Anacrónico, vetusto, beato, la adoración prestada al artista corresponde a un tiempo en que el arte sustituyó a la religión y la llamada inspiración a las revelaciones del cielo.
Por lo general todos los artistas sufrían entonces al crear, se inmolaban en el alumbramiento de la obra de arte, se comportaban a la manera abnegada y romántica de minicristos que arruinaban su salud, su hacienda y hasta sus amores para entregar a la Humanidad una obra maestra. Una suerte muestra divina que permitía saborear la salvación eterna, fuera por la belleza sublime, la oferta de libertad o la provisión de conocimientos deslumbradores.
Esta leyenda, aunque gastada, sigue arrastrándose todavía y, lo que es más grotesco: proclamada aún por algunos autores. De esta farsa, en suma, es ya hora de escapar y, en la emancipación, conseguir una libertad no estrechamente dependiente del don del artista sino que gracias a conservar la independencia de la mente, la obra se juzgue como artículo humano, mejor, peor, superior, inferior, común o excepcional. Y ni solo un paso más.