Vicente Verdú
Cada mañana, el paso del sueño a la vigilia reproduce el paso desde la misma profundidad de una anestesia a la experiencia de la vida brillante y superficial. Ascendemos así desde la hondura en lo más oscuro a la planicie de una piel extendida rociada de olores y tactos, de luces y sensibilidad en continuo trance de perfección y calidad.
La oscuridad nos sume en los primeros y remotos tiempos de la vida mientras la luz es semejante a la emergencia de una civilización. En la ofuscación primordial no llegamos a discernir y ese torpor nos conecta con los filamentos primitivos de la vida cuando todavía su escaso desarrollo y falta de especialización situaba al cerebro en una estación preinteligente. En el sueño de cada día nos prestigiamos con las pesadillas pero sin ellas el sueño conecta con el fondo mismo de la esfera mental donde todavía las células se apilan en un montón sin apenas tarea o función.
El ser humano parte cada día desde el sueño profundo, el sueño eterno, a este sueño circunstancial de la cotidianidad donde el patrimonio de conocimiento debe disponerse pronto para ser eficiente y con ello protegernos de la radiante escena a la que vamos a acceder.
La confusión en la total oscuridad del sueño nos hacía presentir la espesura del caos del que partimos, nuestro cerebro abotargado y preso del que dependemos y desde el cual millones de simientes reconducidas, dominadas, instruidas nos permiten creernos en trance de superar la limitación del animal, aunque también, sin embargo, nos procura la enseñanza de sentirnos como seres engastados en él y, en el sueño nocturno, casi acomodados a él como en el lecho original del que partimos y dormimos.