Vicente Verdú
El cambio climático, ¿quién iba a decirlo?, se ha convertido en la vara de medir izquierdas y derechas. Casi cualquier vara rígida habría servido en estas circunstancias de máxima lasitud pero el cambio climático tiene de particular que invoca sentimientos primarios acordes con el infantilismo placentario en que ha recaído la civilización.
¿Quién puede ser indiferente a los males que afligen a nuestra madre Tierra? ¿Quién puede ser tan infame como para no alistarse entre aquellos que no desean hacerla sufrir y enfermar más? Sólo los muy crueles y duros de corazón, sólo los intransigentes, los duros de mente, los carcas, pueden corresponderse con una conciencia insensible. Insensibles antes a la explotación social e insensibles hoy a la explotación de la naturaleza.
La izquierda, en cambio, es antiexplotadora de por sí, partidaria de la repartición de las riquezas y de la igualdad social. ¿Que la coherencia con la lucha del campo climático, elevado a dogma, conlleve una preeminencia de los dolores del planeta y una subordinación de los múltiples dolores de sus habitantes más pobres? La proclama sigue el mismo rumbo de amar antes a los animales que a los hombres, ante los bosques que a las multitudes. Lo moderno progresista consiste en no poder dormir por una especie en extinción de la que quedan apenas una docena de ejemplares y sin embargo descansar a pierna suelta por una población humana en peligro de extinción de millones de habitantes subalimentados o hambrientos ante el imperativo, supuestamente indiscutible, de proteger los paisajes.