Vicente Verdú
La teletienda constituye, en paralelo a la cotidianidad, uno de los misterios modernos más emocionantes y mejor guardados. Dentro de la teletienda no hay problema sin resolución, defecto sin curación, complejo sin atención, necesidad sin satisfacción. Un ámbito de esta importante naturaleza pasa, sin embargo, en el discurrir común, como una prótesis existencial secreta, de la que más vale no hablar o no referirse seriamente a ella. No habremos de hablar de ella porque la convención sentencia que no se trata más que de habladurías, no habrá de mencionarse en las informaciones porque toda ella es supuesta mendacidad.
Estas parecen ser las consignas y, sin embargo, día tras día, la Teletienda aparece en el hogar (bien entre los intervalos de la publicidad convencional o asentada en su espacio propio) como los Telepredicadores en sus templos. Desde allí airea sus beneficios para la totalidad de la Humanidad sin importar que se trate, como es frecuente, de servir ingeniosos aparatos adelgazantes y musculantes, cremas que borran las arrugas o las manchas de la piel y, en otro super-apartado poético. Joyas que colman los sueños, anillos de brillantes y collares de perlas que rinden su deslumbrante histrionismo a través de pagos en plazos que no superan los 50 euros al mes.
El mundo del cuerpo perfecto y el del sueño perfecto ocupan de una a otra punta el espacio de la teletienda mediante artículos que enfatizando su carácter de oferta divina no se expenden ante el público, no se entregan sobre un mostrador ni sufren la ignominia de mostrarse en escaparates, sino que llegan intactos desde su oferente al feligrés a través de una comunicación personalizada, uno a uno, por teléfono, casi en secreto, cumpliendo las reglas clandestinas de un ritual que confiere, una vez tras otra, a la benéfica teletienda el carácter de providencia solícita ante la necesidad de los más necesitados, atenta a la miseria de los más desfavorecidos, compasiva con la fealdad y el sufrimiento de los peor agraciados.