Vicente Verdú
La fuerza expansiva de la natación es una metáfora de la disolución sin tasa en la espacialidad del mundo. Porque el agua dilata, expande, contribuye a llenar de vida las axilas, perfecciona la teneduría de la piel, contribuye a elongar las líneas del cuerpo hacia una distancia superior. El agua lava de las excrecencias, desprende el detritus, desintegra las viscosidades, abrillanta la osamenta y embellece el contorno del pecho. Gracias a ella se gana tiempo por afuera y por adentro.
El agua es prolongación de las bendiciones aleadas en este bálsamo diáfano que blanquea las escayolas del espíritu y confiere al cuerpo una disposición más allá de las metálicas heridas de la vida. Así el agua traduce la juventud y se derrama sobre el anciano como un aceite sin pesantez o una caricia que incluye a cualquiera en su espacio fulgente y primitivo. Democrática, magnánima, sana como un aro de trasparencia que comunica lo vivido con el punto cero de la vida, el agua libra salva al cuerpo de sus escorias y retoma, aun en pequeños fragmentos, las primeras y únicas promesas de plata.