Vicente Verdú
Tras la aromaterapia, la cromaterapia y la taloseterapia, echo de menos la terapia a través de las flores. No mediante su color, su olor o su morfología sino de todos sus elementos juntos. Las flores efectivamente no las venden baratas pero nada se me ocurre que ofrezca más beneficio a cambio de su precio.
No se trata de la compañía de los animales que a fin de cuentas vienen a personificar los anhelos y miserias de sus amos, sus pulmones, su corazón, su boca fétida. No se trata, desde luego, de la asistencia vivencial de los perros, los pájaros o los gatos que siempre introducen una inquietante presencia a la habitación añadiendo los padecimientos propios de una categoría vital demasiado compleja.
Las flores viven y dejan vivir. Acompañan con el silencio exquisito y se expresan sólo para ser apreciadas. Son incomparablemente más narcisistas que los perros pero incalculablemente más respetuosas. Se dejan mirar sin necesitar observarnos, nos permiten disfrutarlas sin pedir después nada a cambio. Son además tantas, tan diferentes y sin embargo tan disciplinadas siempre que pueden ingresar en nuestro espacio sin invadirlo, respirar a nuestro lado sin transmitirnos un mal aliento, morir suavemente como seguramente preferiríamos morir nosotros mismos. Los cementerios se colman de flores asumiendo implícitamente que ellas son al cabo lo mejor que podríamos haber ofrecido de nosotros mismos, la imagen y semejanza de una existencia donde sin clamor se ama y luce, y sin dolor se desaparece.