Vicente Verdú
La música ha ido filtrándose tan ampliamente en nuestras vidas que pronto será un gran plasma donde la existencia navegue.
Probablemente, siempre fue así puesto que no se concibe la biología sin la melodía pero especialmente en la actualidad la música producida -la que explícitamente se vende o se descarga, la que se brinda o nos ameniza- acaba revelándose como una especie de general líquido amniótico. El nuevo flujo seminal de nuestra era.
No ha sido suficiente que los ascensores o los lavabos públicos, los aeropuertos o las consultas, fueran empapados por el jarabe musical de sus ambientes. Las marcas, además, forman hoy su identidad aliándose con determinados CDs cuyos surtidos seleccionan o a través de temas que ordenan componer para representarlas singularmente.
Las firmas eligieron antes un color: azul IBM, el rojo del BSCH, el verde de Caja Madrid. Un paso más y a la evocación del cromatismo sigue la connotación del ritmo. El ojo capta, pero el oído se siente captar. El ojo admira la belleza pero el oído se turba con ella. Nada como la musicalidad para conquistar el fondo del alma.
Incluso, siendo exactos, el alma no es sino un compás. Es transparente y gestual como una música y compleja como un ademán sinfónico. Más aún, la música posee la naturaleza de la verdad sin mezcla. El espíritu desnudo de todo agregado, la ornamentación sin la superposición del adorno. También, la música narcotiza o estimula sin ser vista. Tanto como un sedante como una anfetamina. Domina la magia o el secreto y resulta en el universo general del marketing la mano maestra para hacer sentir y comprar. Entrar en un comercio, permanecer en el supermercado, decidirse por adquirir un determinado objeto, son algunas de las acciones susceptibles de acoger el efecto de la música.
El hilo musical de hace medio siglo ha franqueado todas las puertas penetrado por todos los orificios. El hilo de la música se lleva ovillado en el iPod, concentrado en el caza fantasmas del MP3, extendido invisiblemente por la red o la malla del gran espacio. No hay mundo sin la música producida. Una segunda realidad sonora que ha ido añadiéndose a los ruidosos conciertos del tráfico, al son de los ríos o las tormentas, a los borborigmos del cuerpo y a los indecibles roces del amor.