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Perdón… ¿muerden sus monstruos?

Por 28 de agosto de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Todo el mundo tiene uno en su casa, cuando menos; la mayoría escondemos, con irregular éxito, un pequeño ejército. Algunos con aspecto preferible y hasta cierto talante seductor, otros tan espantosos como un espejo en high-definition a media travesía de peyote. Cuando alguien —amigo, familiar, amante reincidente— se ufana de realmente conocerlo a uno, da a entender que se ha visto las caras con ellos. Pues al final son ellos, antes que uno, quienes toman las decisiones importantes de una vida que es más suya que de uno. Porque claro, uno es suyo, por más que al mencionarlos anuncie lo contrario, con la incomodidad de quien oculta un par de brontosaurios en el sótano. “Mis monstruos”, presumimos, como si soportarlos y alimentarlos fuera ya un mérito que nos dignificara, o existiera la posibilidad de echarlos a patadas.

—Uno es sus monstruos, Darling. Poco queda en su ausencia que valga la pena, como no sea esa plasta de nata pastosa a la que los aficionados llaman felicidad. Tú que tienes pavor a despertar en un cuarto con las paredes acolchonadas, imagina la pesadilla de abrir un día el ojo y descubrir que todos los monstruos se te fueron. ¿Qué te parecería peor, despertar loco o ñoño? ¿Ir a dar al final de una película de Spielberg o a la mitad de una de Polanski?

—Tal vez me sentiría mejor al principio de una de Woody Allen, pero de nuevo tengo opiniones encontradas. Seguramente hay una mayoría de monstruos que acabará llevándome donde le dé la gana y hará el cargo automático a mi karma. Tú misma eres un monstruo goloso y manipulador. Cada vez que me empeño en complacerte, no hago sino mimar mis zonas más nocivas, pero de lo contrario eres capaz de enviar a una manada de dobermans en mi busca.

—¿Dobermans? Ni cuando era pobre. Para el caso, te mandaría gárgolas y quimeras. Tú también me podrías lanzar una pareja de psicoanalistas que harían lo imposible por sacarme a empujones de tu vida, pero los monstruos siempre dejan resaca. Por alguna razón necesitas volver y probar otra vez mordidas y zarpazos. Necesitas destruir lo que construiste, dinamitar la dicha que conforme se acerca te provoca una náusea inconfesable. Te entregas a tus monstruos para que te hagan todo el daño que necesitas, pobre del terapeuta que se enfrente a tus enemigos íntimos.

—Suele uno parecerse más a sus enemigos que a sus amigos. ¿Cómo podríamos aborrecer sus defectos si no los conociéramos desde adentro? ¿Cómo no reprobarlos, sino para aprobarme a sus costillas? Uno puede tener amigos mediocres, pero en los enemigos eso no se perdona. Ahora bien, si pretendiera declararte la guerra recurriendo a profesionales del ramo, antes que perros y terapeutas de presa te lanzaría todo un task force de exorcistas.

—¿Debo entender eso como un piropo, Azuquítar?

—Entiéndelo como una capitulación. No puede uno pasarse el día combatiendo a los enemigos que más necesita. Podría convencerme de que eres etérea e imaginaria si no supiera que eres animal, como todos los monstruos. Nos olemos, querida Afrodita, igual que tantas bestias sudorosas de miedo y deseo nocturnos. Huelo que estás aquí, como los demás monstruos, sólo para evitarme la pena de ser feliz y la desgracia de sentirme conforme. ¿Quién, que no fuera un enemigo íntimo, querría convertirme en esa porquería narcisista?

—Pensamientos así podrían convertirte en agente de seguros jurídicos automotrices, o en vendedor de biblias a domicilio. Yo era una porquería narcisista, acabé con mis monstruos y mi vida cambió. Llame ahora y fumíguelos en las próximas cinco semanas, garantizado. Nada hay más apestoso, Honey, que la nueva moral de un adicto en retirada.

—¿O sea yo?

—O sea tú sin mí. Tu animal exiliado del mío. Ese cuello sin estos colmillos.

A los monstruos se les combate la vida entera, sólo para al final morir con ellos. No es raro, por lo tanto, que quienes aseguran perseguir la inmortalidad no la quieran tanto para su triste persona como para esos fieros y alebrestados animales sin los cuales todo el camino de la existencia parecería más un túnel recto equipado con rieles, engranes y poleas de simetría asquerosamente impecable. Líbreme, al cabo, el Cielo de tener que vivir entre monstruos domésticos y esperpentos falderos. Si me han de espantar mañana, que me infarten de una vez.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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