Vicente Verdú
Morimos también a través de los demás. Unas veces porque su desaparición nos despedaza o nos mutila la existencia y otras porque el mundo se deshace con sus ausencias. En ocasiones los dos destrozos se suman.
La muerte de Umbral para los amigos periodistas es el final de una época. Lo que sigue será de otro modo y, para algunos, acaso deteriorado porque su pérdida anuncia desde su altura la culminación de un horizonte generacional que transfigura el porvenir del periodismo y la habitual referencia que unos y otros profesionales se intercambian como componentes de la misma especie. Pero también los lectores de un par de generaciones han de sentir que no tener a Umbral en los periódicos, en la vida pública, en las librerías evoca no sólo su defunción sino el fin de una función histórica de cuya representación formaban parte y que no podrá en adelante volverse a repetir.
En un determinado momento de la vida de cada cual se registra la impresión de que aquello que ya no está, la moda que no se estila, el vocabulario que no se emplea, los autores y personajes que no aparecen, no da precisamente lugar a la alborozada llegada de un sustituto, mejor o peor sino, simplemente, que lo perdido constituye una pérdida absoluta, una irremisible pérdida.
Pérdida sin remisión, sin reemplazo, sin ocasión para algo nuevo. Lo nuevo sólo sigue siendo nuevo para quien posee la disposición de reinaugurarse pero ciertamente la facultad para otro estreno adicional decae y con ella se recibe la certera información de que la vida efectivamente termina.
La muerte de Umbral ayer, medio tapada con la muerte de Puerta, une dos nombres que mencionan inesperadamente la entrada a otro espacio. Ese otro espacio tras el umbral o la puerta será regenerador para la población más joven y, sin embargo, degenerador para todos los que habrían preferido que el mundo detuviera su paso a cambio de no experimentar que un amigo, un personaje compartido, una etapa, una historia mostraran su fin.