Xavier Velasco
Cada vez que a la musa le da por esfumarse sin más explicación, conviene oír a quienes consideran que las musas están sobrevaluadas. Se las espera con místicas ansias, se las recibe con virtual beatitud, se las perdona con cristiana resignación porque después de tanto haberse hecho soñar no son capaces de llevar a cabo una sola tarea práctica. Puede uno morirse de hambre, pena o frío en su impasible presencia, que no habrán de mover un dedo para impedirlo. Son, como los pegasos y los unicornios, esencialmente una especie ingrata y voluble, frente a la cual un gato parecería un perro. Cree uno saber, de muy torpe antemano, todo el bien que la musa le hará a su trabajo, por eso está dispuesto a pagar cualquier precio por retenerla, como a un enervante injertado en combustible. Pues por pagarme el vicio que aquí a diario despliego sería capaz de endeudar de por vida a mis tataranietos y vender a los suyos como esclavos en Júpiter, y las musas lo saben tan de cierto que pueden elevar sus honorarios astronómicamente sin tener que sentarse a negociar. ¿Existe condición negociadora más favorable ante un cliente supersticioso que la de presentarse como talismán?
Las musas son sensibles a los rituales. Igual que sus clientes, creen poco o nada en las casualidades y lo atribuyen todo a las coincidencias. ¿O es acaso casual que estas líneas ocurran precisamente durante un plenilunio, cuando más y mejor le brincotea a uno el animal interno? Momento ideal, por cierto, para tomar al toro por los cuernos y enseñarle a esa vampiresa intrusa quién hace aquí bailar al murciélago. Si a la musa le crecen los colmillos en una noche así, uno tiene de pronto las manos peludas y el hocico babeando para responderle. ¿Qué quiere Vampirella? ¿Mi hemoglobina? Ni siquiera enterrándome un colmillo en la yugular y el otro en la carótida conseguiría mi musa persuadirme de esa fruslería. La sangre que ella busca, etérea al fin, no es otra que mi fe, que al cabo es la moneda corriente de la ficción. Con tal de conseguir la fe de quien me lee soy capaz de saltarle al cuello, encajarle completa mi sed de quimera y esperar que la suya no sea menos ansiosa. Puedo hacerme abismal, y hasta normal; puedo si es necesario confesar la verdad a grito pelado, pero no sin el tanque repleto de una fe francamente fanática. Necesito creer en lo invisible por encima de lo palpable, y para eso las musas son de gran ayuda. “Por algo habrá llegado”, supone uno, y así construye un puente entre su arribo y el mundo imaginario donde vive, con apenas un poco de interés por el resto.
Durante un plenilunio no se es supersticioso impunemente. Se da por hecho, aparte, que toda esa energía selenita no hará menos que exacerbar la vena licantrópica y afilar los colmillos del interesado. Situación que comparto con Boris y Don Vittorio, los dogos pirenáicos cazadores de lobos que cohabitan conmigo y ahora mismo hacen dueto de aullidos en el jardín, mientras yo aquí resisto con mediano decoro la tentación de unírmeles. Por eso al fin sigo elevando el volumen de la música, de modo que la voz de Nina Simone termine de extender la madrugada como se extiende un cheque por todo el crédito del mundo. Y eso es de lo que estamos borrachos ella y yo, nos bañamos en crédito uno al otro, aun (y con más ganas) a costillas del público descrédito. Pero un momento, Boris, Vittorio, Afrodita donde quiera que estés: ¿qué estoy haciendo aquí tratando de explicarlo, si el puro piano atrás de la canción lo relata con lujo de crucifixiones? Wild is the Wind, se llama, y si la canta Nina Simone soy capaz de creer en cualquier cosa, incluso en que la musa volverá con el alba. No para darme ideas, ni ayuda, ni consuelo, sino su puro crédito. Necesito que venga y me diga que cree, no me importa que el resto sean mentiras. Y si hemos de creer el uno en el otro, contra todas las leyes de la realidad, ¿ya que de raro tiene aullar por su retorno?
Anda, Afrodita, ven. Ya no aguanto las ganas de sobrevaluarte. (Siguen aullidos.)
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