Xavier Velasco
El retorno del dragón.
Uno sabe que tiene huesos de novelista cuando un párrafo no le alcanza para nada; y luego, ya por ahí del séptimo, se da cuenta que no puede parar; y al final no le queda más que aceptar que para terminar de contar cualquier cosa precisa de una larga hilera de capítulos. Llevar esa visión al hipertexto no es mucho más imprudente que presentar a dos esquizofrénicos y esperar que por eso se entiendan de maravilla.
—¿O sea usted y yo, colega?
Una vez más, ya en un nuevo siglo, sentí que algo no estaba listo aún. Algo en mí, o quizás en la máquina, o en lo que los ingleses llaman timing. Escéptico hacia las casualidades y un poquito devoto de las coincidencias, descubrí que entre todos mis experimentos virtuales había uno que me satisfacía: mi novela Cecilia en versión shockwave, que es como se conocen las aplicaciones de Director adaptadas para la www. Con no más de cincuenta páginas de longitud, Cecilia sólo había sido publicada por una editorial subterránea —Doble A, se llamaba— propiedad de mi amigo Sergio Monsalvo, cuyas ediciones de 100 ejemplares volaban raudo hacia una lista preestablecida de destinatarios. Mas la historia de marras no era un hipertexto, sino una narración lineal en siete capítulos, y si al final la publicaba allí, en mi sitio, era porque no había dónde más conseguirlo. No quería más ni menos que construir una suerte de libro virtual. Tiempo después, cuando vi por primera vez un e-book, entendí que no había hecho más que inventar a solas el hilo negro.
—¿Y entonces cómo explica su satisfacción?
—De la misma manera que se explica la dicha embriagadora que alza en brazos al ego cuando se mira caer al último villano del videojuego.
—El puro gusto de vencerse a sí mismo…
—…y a los cobardes que se esconden adentro, que ojalá fueran pocos.
—Pobrecito de usted. Deben de ser un gentío espantoso.
Y aquí estoy, en El Boomerang, haciendo justamente lo que había planeado con los faxes, sólo que sin pasarme el día entero enviándolos. Me muerde, en cambio, una preocupación carnívora. Si antes traía el coco sumergido hasta el fondo de una novela en proceso, ahora debo nadar entre dos aguas. Motivo suficiente para pasar el día y la noche alunado, pues ambos animales —la novela, el weblog— son voraces y exigen alimento a cualquier hora. Todavía hace un año me divertía intentando sonsacar a Santiago Roncagliolo justo a la hora en que él, padre amantísimo, tenía que darle de comer al blog; recién ahora cumplo cinco semanas de haber perdido tanto la noción del tiempo como la esperanza de alcanzar la cama antes de que los pájaros comiencen a trinar. Y lo peor es saber que de eso se trata.
—Si el proyecto no cumple con desquiciarle la vida, ni siquiera merece nombrarse proyecto.
Lo que no duele no cura, y uno escribe pensando en curarse. Aunque sea para volverse a contagiar. Llevo cinco semanas enfermo de esto, corriendo el día entero detrás de mi sombra y con cierta frecuencia derrapando en los charcos de adrenalina. Nada de lo que pueda quejarme, si tomamos en cuenta desde cuándo y por cuántos atajos he buscado llegar hasta aquí. La idea, finalmente, es no saber. Avanzar por los párrafos mientras suceden, subir el texto a media madrugada e irse a la cama dándolo todo por acontecido; levantarse pasado el mediodía, tratando a trompicones de ganarle centímetros al caos.
—¿Y todo eso por darle de comer a un par de animalitos?
—¿Animalitos? ¡Dragones hambreados! Tengo que alimentar, además, a un rebaño de vicios y monomanías, sin los cuales jamás termina uno de ser uno.
—O dos, que es lo común.
O tres, o cuatro, o siete. Hacerse uno y los otros, como quien juega a ser uno y trino con cuernos. ¿Quién querría tirarse a escribir o leer una historia si no pudiera emplearla en multiplicarse? Dejar que las palabras fluyan a partir de su propia maquinaria, ser testigo y al propio tiempo instigador, lanzar la piedra y esconder la mano sólo para sacar una nueva piedra. Ser leído, entendido, apreciado, insultado, corregido, aumentado, querido o lamentado por cualquiera, y también por cualquier motivo, o por ninguno. La ficción sucediendo aquí delante, borradores que encarnan en sucesos y un secreto guardado entre una tribu heterogénea y multinacional cuyo único vínculo es quizás una suerte de lujuria por las palabras. Lascivia por la vida, que cantaba Iggy Pop sangrando sobre el escenario.
—Here comes Johnny Yen again, with the liquor and drugs, and the flesh machine, he’s gonna do another strip tease…