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Flor de Lotto / XXXI

Por 17 de septiembre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

XXXI. A Fish Called Wendy.

Segismundo habría deseado comprarse algo para beber, pero ya el precio del pasaje de autobús a Laredo ha dado al traste con el resto de los pesos que sustrajo de la mochila del difunto Camilo Peñuelas. Afortunadamente le pidió a Wendy que lo busque en la terminal de autobuses de Nuevo Laredo. Jamás ha puesto un pie en Tamaulipas; no se le habría ocurrido otra referencia. Cuando llega la hora, trepa al estribo presa de una jaqueca indiferente al poder de las dos aspirinas que alcanzó a comprar con las pocas monedas que le quedaron. Vomitó un par de veces, en el baño. Después se echó a llorar, con la imagen de Carolina fija en la cabeza. Sumergido en una ola de remordimientos.

     Había tomado un taxi, no bien vio que la falsa enfermera desaparecía y esperó unos minutos en la cabina telefónica, con un idiota miedo a verla aparecer de nuevo. Ya de camino a la terminal, un tumulto le hizo volver la vista hacia el Land Rover negro parado a media calle. En medio del gentío había dos patrullas y una ambulancia que le dieron un vuelco en las entrañas. Bajó del taxi, caminó como un zombi entre la gente, que al final no era tanta porque llegó bien pronto hasta el cordón policial. La vio entonces ahí, con la cabeza recargada en el cristal derecho salpicado de sangre. No tuvo fuerza para preguntar, pero ya los mirones difundían la brevísima historia del siniestro: la señorita se paró delante del semáforo y se metió un plomazo en la boca. Las puertas aún estaban cerradas con seguro, el motor continuaba funcionando.

     A lo largo de todo el viaje a la frontera, no dejó de escuchar el eco desquiciante de sus palabras. Bienvenido al selecto club de los chacales. ¿Terminan todos los matones así? ¿Opera en cualquier caso la moraleja de Judas Iscariote? ¿Se atrevería a contarle esas cosas a Wendy, que ya tenía bastante con vivir esperando la inminente ejecución de su madre? ¿Acabaría enterrándolo, cuando el remordimiento lo alcanzara igual que a Carolina? No sabe si se siente peor por haberla juzgado injustamente o por dejarla sola con sus demonios, pero al cabo una cosa condujo a la otra. Cuando el autobús llega a su destino, luego de detenerse en dos docenas de pueblos y esperar media hora en Monterrey, son ya casi las seis de la mañana. Ha olvidado a qué hora prometió Wendy que lo recogería, pero igual ya dejó de interesarle. Está tieso, aturdido, vencido, ni siquiera echa en falta el instinto de supervivencia. No es que quiera matarse, pero sí morirse. Sin meter una mano, como una planta seca.

     Wendy aparece al cuarto para las once. Lo encuentra dormitando en una banca, con un aspecto tan lamentable que siente pena de tener que despertarlo. Para extrañeza y sobresalto generales, Segismundo no ha abierto los ojos y ya grita como un desquiciado. Wendy lo abraza fuerte y le repite que está con él, pero la pesadilla no se disuelve. Se levanta con un rictus de horror, no soporta siquiera la culpa por haberse atrevido a conciliar el sueño. Con todo, reúne la congruencia suficiente para rogarle a Wendy que compre los periódicos.

     Ya son las tres cuando se atreve a leer. Nada de Carolina, ni del incendio, ni de los otros muertos. Están los dos sentados a un lado de una tienda de artesanías. Wendy insiste: ya es hora de cruzar la frontera. Encontró sus papeles en el departamento de Key Biscayne, pero ni un solo dólar. Todo estaba revuelto, además. ¿Desde cuándo? Quién sabe. Vale más que no vuelvan a Miami. Ella tiene un dinero, por lo pronto. Pueden tomar un Greyhound a Los Angeles, pasarse a Canadá, buscar algún pueblito donde a nadie le quepa en la cabeza buscarlos. ¿Le importa si antes de eso hacen una pequeña escala en la cárcel de Gatesville, donde está su mamá en el corredor de la muerte? Querría despedirse, cuando menos. Segismundo la mira de hito en hito, hasta soltar una risilla amarga que le da algún consuelo. Como siempre que deja un tiempo de verla, vuelve a decirse que bien podría ser hija de Jamie Lee Curtis. La melena, los ojos, la sonrisa. Mucha mujer para un sacaborrachos culpabe de tres homicidios en defensa propia y uno por abandono.

     Al momento de cruzar la frontera, Segismundo Andersón alberga la esperanza de ver su foto en la oficina de inmigración. Mirarse detenido, esposado, deportado, preso en alguna celda llena de cucarachas. Aún así, experimenta alguna piedad por su salvadora. Se dice que a la pobre le ha tocado vivir entre criminales. Se siente bien por ella, más que por él, cuando el oficial les franquea el paso. U.S. citizen, ha dicho, presa de una asquerosa comezón en la conciencia. Dos cuadras adelante, se desmaya en los brazos de Wendy West.

     Cuando despierte se lo contará todo. Y ella lo abrazará, llena de gracia.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXXII. Epílogo y oasis.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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