Xavier Velasco
XIV. Cárgalos a mi cuenta.
Otra que no fuera ella tendría un gato, pero la Corleonetta desconfía tanto de los felinos como de quienes habitan con ellos. No alcanza a comprender cómo la gente no los encierra en jaulas. Los encuentra insolentes, renegados, huraños, arrogantes. Creen que se mandan solos, como tantos idiotas que han creído tenerla en sus manos. Desde niña, la Corleonetta desmostró cierta vocación de alcaide. Le gustaba meter insectos en frascos. Primero catarinas, hormigas y cochinillas; luego arañas, abejas, escorpiones. No era que pretendiera propiamente estudiarlos, sino sólo el deleite de saberse la dueña de sus destinos, y a ratos la supervisora de sus movimientos. Inventaba castigos, ensayaba torturas, improvisaba juicios y a veces, por supremo capricho, le concedía a alguno la libertad. Hoy, incluso, se ufana de haber liberado a decenas de arañas y alacranes en las mochilas de sus compañeras. Más que un chiste pesado, una breve demostración de control.
Cuando se lo preguntan y se siente de humor para responder, la Corleonetta afirma que nada le atrae tanto en un hombre como su cabeza. Lo cual ha envanecido a más de uno entre los roedores con complejo de hombre que han llegado a gozar de sus muy relativos favores. Ninguno se detuvo a calcular que una mujer sólo puede mirar la cabeza de un hombre en todo su esplendor cuando ésta permanece estrictamente gacha. Que otras les vean la cara y soporten sus gestos de suficiencia, la Corleonetta está más que contenta con poder contemplarles la coronilla. Mirarlos de la misma forma que de niña observaba la jaula de sus hamsters. Cerrarles puertas, ponerles trampas, quitarles la comida, orillarlos a casi devorarse entre sí. Verlos correr adentro de una rueda que no va a ningún lado. Llevar la jaula al sol o a la sombra sólo para observar su reacción espontánea, igual que un dios impune y caprichoso.
Tiene la Corleonetta en bajo aprecio a los hombres. Sabe cómo enfrentarlos para que se detesten, y llegado el momento se entrematen. No ha olvidado a aquel hamster que una mañana amaneció comiéndose a su compañera de jaula. Le horrorizó primero, pero tiempo después le causó cierta gracia, no bien el animal se almorzó a su segunda cónyuge. Aprendió así la pequeña Apollonia que ejercer el control es obligarse a vivir más allá de la piedad. Asumirse una suerte de emperatriz de los destinos ajenos, dar a sus veleidades el rango de catástrofes naturales. Emplear crédito kármico sin límite. Asignar a los hombres jerarquía de hamsters.
Mira uno al primer muerto y se le quita el hambre. Hay quienes nunca logran olvidarlo. ¿Pero qué tal el décimo? La Corleonetta observa las fotografías de Segismundo Andersón llegando a las lagunas de Zempoala con la cajuela llena de paquetes negros. Rentando una canoa. Yendo y viniendo de la tarde a la noche, sin deshacerse más que de un paquete. Luego tomando el rumbo a Tequesquitengo, y de ahí hasta Acapulco. Se ha reído con ganas. Como si lo mirara corriendo a solas dentro de una rueda. Y lo más divertido es no saber al fin qué le va a suceder. Puede que se le ocurra mañana en la mañana, o la semana entrante, o nunca. Puede que solamente lo mire desde lejos entrar al matadero, como un animalito desorientado, y no le dé la gana prevenirlo.
(Cierta vez, con nueve años, la pequeña Apollonia vio al mozo de la casa llegar con el pavo que horas más tarde estelarizaría la cena de Navidad. Entusiasmada por esa noticia, se pasó la mañana juzgando y sentenciando a muerte al guajolote. Cuando llegó su padre, asumió que su hijita se había compadecido del animal y querría adoptarlo como mascota. Total, podían comprar un pavo ahumado. La niña, sin embargo, insistió en que se ejecutara la sentencia. De entonces hasta ahora, no hay cadáver capaz de arrebatarle un gramo de apetito.)
El juego es orillar al roedor a hacer lo que jamás pensó que haría. Enseñarle que un muerto no es mucho más que una cáscara seca. Rodearlo, confundirlo, emboscarlo. Ponerle un explosivo entre las manos y sentarse a observarlo volar en trocitos. Cosas que no es posible hacer con un gato, y ni siquiera con un roedor. Pero qué tal con un sacaborrachos.