Xavier Velasco
De los diablos sabemos que no toleran escuchar su nombre. De los monstruos, que no son tan abstractos para no alborotarse con la luna llena. Los unos son cobardes, los otros animales (y esto último lo certifico en los míos, que son unos cabrones bien hechos). Debe de haber cientos de formas de arrinconarlos, e incluso de meterlos en cintura. Cualquier cosa con tal de no tener que pelear contra unos y otros al mismo tiempo, corriendo incluso el riesgo de que se amafien.
Pastorear a los monstruos es quizás el trabajo más ingrato en el oficio de la escritura. Ha dicho José Emilio Pacheco que el bloqueo no consiste en no poder escribir, sino en no poder sentarse a escribir. Es decir que los monstruos no se están quietos, finalmente cualquier animalito se harta de que lo traigan dándole vueltas a la noria de la nada. No es socialmente higiénico sacarlos a pasear, pero tampoco es mentalmente sano pasar el día entero jugando al gladiador con ellos. Y aquí es donde interviene el patín del diablo.
Me gustaría que fuera menos ruidoso, pero al diablo no siempre le gusta ser discreto, menos aún si sale a patinar impulsado por un motor de podadora. Es, visto de muy cerca, la clase de aparato que tendría que avergonzar a quien lo conduce, pero lo cierto es que genera tantas simpatías como extrañezas. Los automovilistas tardan en reponerse de la visión de un cuerpo firme y vertical acercándose por el retrovisor. Nunca muy rápido, con trabajos cuarenta kilómetros por hora. Pero quienes tuvimos un patín del diablo y gastamos decenas de suelas impulsándolo, sabemos lo que vale la idea de volar con él a una velocidad impensable para cualquier juguete doméstico.
No he olvidado la tarde en que se me ocurrió amarrar a mi chucho -un afgano veloz e impetuoso- al tubo del manubrio del patín del diablo. Pasearía como un rey, sería la envidia de muchos otros niños… Funcionó media cuadra, hasta que el perro vio a una hembra al otro lado de la calle y se soltó corriendo como un caballo flaco. Luego se paró en seco, no bien el patín del diablo y su dueño se estrellaron de frente contra un árbol. Tampoco olvido, aunque esto sucedió hará pocos años, que en mi primera tarde con un patín del diablo motorizado me di de frente contra una reja, de lo cual aún conservo un hueso de la mano ligeramente chueco y salido.
Recuerdo ambas anécdotas con un cierto deleite, toda vez que una y otra le confieren a mi patín motorizado algo del sex appeal propio de los vehículos autodestructivos. No mucho, pues. Puede que sea el .04 %, pero al menos hasta hoy ha arrasado con varias especies de monstruos. Algo tiene el patín, que revientan después de un rato de ir tras él. Vuelvo entonces a casa libre de alimañas, me atrevería a decir que los he visto desprenderse de mí, no bien sintieron la vibración del manubrio. Estaciono el patín con una excitación similar a la de un día de feria. Recorrer, finalmente, la ciudad de México abordo de un patín motorizado, vale por tres montañas rusas en hilera.
Aliarse con los diablos para mejor pelear contra los monstruos parece una estrategia comprometida. No sabe uno los cobros que vendrán después, los muchachos del trinche conocen infinitas artimañas, pero a ver quién prefiere vivir montando a pelo al monstruerío en pleno jaripeo de esperpentos. Al fin al mando de la situación, levanto la libreta, tomo la pluma y sin pensarlo más se la clavo en el pecho al demonio que me trajo hasta acá. Perdona la molestia, me disculpo, pero es que tengo que ponerme a trabajar. Digo entonces su nombre y el diablo moribundo se arrastra con premura hacia el infierno que lo parió. Tengo que comenzar de una vez con el párrafo.