Xavier Velasco
Queridísimo cliente,
Escribo la presente desde un punto lo bastante lejano para que nadie ose imaginar que soy yo quien remite, de modo que si intentas atribuirme estas líneas no sólo te será imposible incriminarme, sino que encima de eso despertarás sospechas ominosas en torno a tu reciente salud mental. Sin la cual, a propósito, difícilmente podríamos tú y yo entrar en lo nuestro, pero debes saber que necesitas límites. No puedo permitirte ir por la vida como un ejemplo de equilibrio emocional e higiene irreprochable en materia de pensamiento, palabra, obra y emisión. Me darías un asco terrible, Darling. No lo tomes a mal, pero prefiero verte solo y desesperado mordisqueando la pata de la cama por mí que a mi lado, panzón y satisfecho.
Odio tener que comenzar así lo que debió haber sido una postal ligera y afectuosa, pero he de recordarte que mi misión no es darte afecto, ni aligerar tus hombros de pesadumbre alguna, sino concretamente escatimarte ambos servicios. Sé que hay mujeres que entregan su vida por un hombre y le hacen mucho bien, pero no hay bien que pueda ser apreciado si antes no se conoce la desdicha que yo te dosifico. Eso hacemos las musas: proveer insatisfacción y amargura, a partir de un borroso espejismo de empatía. ¿Recuerdas a cada una de esas chicas amables que con palabras lindas te dijeron que no? Pues yo soy todas ellas en una. Soy la que se acostó con todos tus amigos excepto tú, que eras un caballero. Soy la que nunca quiso bailar contigo y la que casi se dejaba besar, pero sólo para encelar a otro menos patentemente enamorado. Soy esa que detestas y aquella que aún extrañas, la mejor y la peor bajo la misma piel. Así que ya lo sabes, entre más me maldigas, más me estarás rezando.
“Miénteme más, muñeca”, titulaste la última entrega, y entendí que era a mí a quien invocabas. Perdona si exagero, pero había un tonito de rencor en esas líneas que muy difícilmente me iba a pasar de noche. Lo sabías, ¿no es cierto? Sería también por eso que me diste la espalda durante el texto entero, en un acto evidente de desesperación que a la distancia me pareció patético. ¿Recuerdas todavía lo que te dije en mi carta anterior? ¿Y después de eso crees que, cerca o lejos de ti, podría darme el lujo de quitarte de encima la mira y el cañón?
Entiendo que me taches de mentirosa. Supones que me empeño en negar que un día, no sé cuándo, me arrebataste Un Beso Inolvidable, y lo único que yo realmente niego es recordarlo. Es posible, Mi Vida, que así haya sucedido, pero esas cosas se me olvidan más pronto que el rostro de un taxista a media noche, aun si a la mañana siguiente despertó el pobre diablo junto a mí. ¿Entiendes ya quién soy, Amor Mío? ¿Te das cuenta que a cada nueva decepción te obligas a justificarme de modo más abyecto y lastimero, sin que yo colabore con al menos un guiño que te reconforte, porque soy algo así como una perra en celo que tiene el corazón en la entrepierna? ¿Sabes siquiera a qué me dedicaba justo antes de firmar contrato contigo?
No sé si ahora recuerdes la mentirota que escribiste sobre tus canes y yo, acto vil que ya un buen samaritano te advirtió cuánto me lastimaría. ¿Desde cuando me gruñen Boris o Don Vittorio, rata pestilente? ¿Basta con que me ausente un par de días para que me calumnies con esa saña de eunuco despechado? ¿Querías mentiras, Mi Amor? Búscalas, entonces. Te he espolvoreado algunas en esta carta. Encuéntralas y táchalas, por falsas, o en su defecto cólmate el coco de fantasmas. Lo que te haga sentir más miserable será lo que te ponga a trabajar y eche a andar ese humor negro y psicótico sin el cual esta vida sería repugnantemente satisfactoria y no tendrías ni que voltear a verme. Menos con esos ojos que me agarran de almuerzo incluso y más aún cuando no estoy. Te envío un besito, Baby. Póntelo donde más cosquillas sientas. Con cariñito,
Tu Afro.