Xavier Velasco
IV. Del principio a la culpa.
Muy poco se conoce la historia que se cuenta mientras aún no se encuentra cómo contarla, y en ese no encontrar se van los días, algunos de ellos tan secos y contemplativos que pronto desembocan en la culpa. Tan mexicana ella. Menudean los quejosos por su intromisión, algunos llegan hasta el psicoanalista con tal de sacudírsela, pero otros preferimos encomendarnos a su protección. Es nuestro capataz, no podemos dejarla. Cada vez que abandono la novela, alguien dentro de mí le prende veladoras a Iscariote Mártir.
No me interesa hacer una declaración de principios, entre otras cosas porque ya pasé de la página 500 y sigo sin saber dónde queda el principio. Tampoco sé muy bien cuál es el objetivo, suponiendo que lo haya, como no sea el de por fin salir de los meandros que llevo sabrá el diablo cuántos años construyendo. El problema es que antes necesito terminar de construirlo y a estas alturas todavía ignoro dónde empieza y termina esa novela a la que llamo mía solamente porque soy todo suyo. Voy, pues, sobre mis huellas. Si no puedo saber, por el momento, dónde inicia mi historia, por lo menos sabré desde cuándo la escribo… Hago cuentas y encuentro que el origen de lo que quiero contar es todavía más impreciso. Cuando a uno se le ocurre la idea a todas luces insensata de sentarse a escribir una novela, no hace sino atender al más reciente de una hilera de signos en la carretera, a saber dónde y cuándo habrá visto el primero. Es un aullido viejo, en todo caso. Podría ser incluso un impulso primitivo, si no incluyera la comezón de contar.
Cuento así cuanto ignoro, aun y sobre todo cuando pongo cara de saberlo. Soy un intruso y voy por mi historia sin ser visto. Mi meta es no existir en esos dominios, una vez que ellos dejen de existir en mí. Me gustaría ser el constructor anónimo de una ciudad perdida en lo hondo del desierto. Las Vegas, por ejemplo. Apostarme completo a una historia imposible, y por tanto probable, a ojos periféricos. Apostar a perder y terminar quebrando a la banca, que es lo que al fin sucede cuando uno llega al fin de la novela y se sorprende vivo. ¿Qué escribí?, se pregunta al día siguiente. ¿Qué conté? ¿Qué pasó? ¿Qué me pasó? ¿Qué hace ahí ese león muerto? Desde la periferia de la periferia de la periferia, me viene a la memoria la salida común de una antigua serie de televisión. "En la confusión", solía decir Mike Connors al final de cada capítulo de En la cuerda floja, "un hombre escapó: yo". Vuelvo a la madriguera. Si preguntan por mí, nadie me ha visto.