Xavier Velasco
Varias noches después de haberla visto, la escena continúa sobrevolándome. Al principio de una de las sesiones de los juicios de Nuremberg, tras la proyección de ciertas escenas que documentan la anexión de Austria al Tercer Reich, Hermann Göring divierte a Rudolf Hess y Joachim Von Ribbentrop narrando ciertas anécdotas pertinentes que por lo visto son de lo más graciosas. Se les ve muy contentos, carcajeándose juntos a medio juicio. Luego, a medida que avance la proyección y aparezcan algunas de las atrocidades filmadas en los campos de exterminio, la mayor parte de los jerifaltes nazis habrase derrumbado en el banquillo, excepto el propio Göring y Julius Streicher, amigos entusiastas del trabajo sucio. Ya de vuelta en la celda, Göring levantará la voz airadamente por la proyección de "toda esa propaganda". ¿Quién se cree el fiscal que es para echar a perder ese ambientazo?
Hitler consiguió el puesto de canciller como parte de un colmilludo chantaje que incluyó una segunda condición: Hermann Göring sería jefe de policía. A partir de ese punto, el rollizo implacable de los gustos excéntricos y los lujos exóticos se encargaría de pacificar las zonas conquistadas. Solamente en Berlín, durante los primeros dos días en su puesto, el policía mayor habría hecho arrestar a más de cien mil enemigos reales o potenciales de los nazis, la mayoría de ellos detenidos en sótanos habilitados como mazmorras y cámaras de tortura, donde según se cuenta era común andar entre charcos de sangre y miembros mutilados. ¿Esperaba el jurado de Nuremberg que el fundador del primer campo de concentración se conmoviera viendo una vez más esas atrocidades que con seguridad conocía de memoria?
Regresé varias veces la grabación. Había algo contagioso en esas carcajadas. Varios entre los peores criminales de la Historia son juzgados por millones de crímenes aberrantes y están ahí, risa y risa delante de las cámaras. Son las estrellas y no lo ignoran, ya varios de los guardias que los cuidan les han pedido autógrafos. "En cincuenta años esta firma va a valer una fortuna", se jacta el gordo, convencido de que tarde o temprano habrá quienes lo reivindiquen como héroe y mártir. ¿De qué pueden reírse varios de los más terminantes promotores del odio criminal durante el juicio que muy probablemente los llevará a la horca? ¿De qué se ríe el nihilismo absoluto? De cualquier cosa, literalmente. Supone uno que al verdadero nihilista tiene que parecerle muy gracioso narrar entre los suyos el último estertor de su mamá. Claro que ya llegados a ese nivel, solamente las bromas en verdad ácidas consiguen el aplauso del selecto público. Göring tiene que estarse luciendo.
Según demuestran numerosos indicios, Hermann Göring se apoderó de la cápsula de cianuro de potasio con la que consiguió burlar a los verdugos gracias a su amistad con uno de los guardias, que contra el reglamento le ayudó a recobrar varios de sus efectos personales. Tal parece que el gordo sabía administrar tan bien su leyenda como su magnetismo personal, de manera que aun precedido por su fama de homicida masivo podía contar con la admiración fetichista de sus captores. Los habría hecho reír, más de una vez. Querrían atesorar esas anécdotas. Les daría ilusión poder contar después a amigos y parientes que habían tratado personalmente al antiguo Reichsmarschall.
"Su culpa es única en su enormidad", dictaminó el jurado antes de condenarlo. Él por su parte estaba satisfecho. "Solamente los mártires son declarados héroes", se ufanó días antes de morder la cápsula que sin embargo no lo libró de ser fotografiado ya cadáver, al igual que los otros sentenciados. Pero al final un muerto no es mucho más que un muerto. Las imágenes de un asesino múltiple carcajeándose al lado de sus compinches me siguen pareciendo más perturbadoras. ¿De qué se reía Göring, con esa repelente simpatía digna de un enemigo de Batman? El demonio lo sabe, literalmente.