Javier Rioyo
Siempre me parecieron de los míos. Sin saber bien qué quiere decir eso de "los míos". En cualquier caso, sin llegar a considerarlos eso que ahora llaman "friáis", la galería de raros, extravagantes, perdida, olvidada y otros extraños sin paraísos me han ayudado a creer menos en lo previsible. No me gusta aburrirme con el orden. Un poco de desconcierto siempre me anima.
Ayer tropecé con un raro al que admiro hace ya unas décadas. Es poeta, gaditano, afrancesado y casi francés. Se llama Carlos Edmundo de Ory, vive cerca de París hace muchos años, pero no deja de tener a su idioma como su patria más necesaria. Creo una especie de surrealismo a la española, como poniéndole un botijo a las propuestas de Bretón, que se llamó postismo. E hizo lo que le dio la gana con la palabra, en poesía o en forma de aerolitos, sus particulares dardos, sus aforismos de serio juguetón. No se olvida de Holderlin y podría ser amigo de Ginsberg.
Me gusta lo que de él dice Cristóbal Montilla cuando se encuentra uno con la obra de Edmundo de Ory es algo parecido a "sentirnos que nos visita el limpiabotas y que sus poemas nos pisan los talones". Ayer me pasé de nocturnidad, hoy- como decía Buñuel- me vendría bien encontrar un limpiabotas. Viene muy bien para la resaca.
Hoy comeré con el poeta y otros alrededores. Es lo bueno de tropezarte con raros en Málaga. Detrás de un raro puede haber un editor.
Y de regalo un poema de Ory:
"Cuando no cante más adivinaré
el hundimiento de un barco que había
conseguido pasar el océano
más enmarañado de la noche.
Será mi isla propia un vestigio
de tierra infecunda un corazón
jamás arrepentido pero solo
siempre solo recordando el mar"
Que suerte que pervivan algunos raros.