Xavier Velasco
Escribir textos cortos en un procesador se parece a nadar en una alberca olímpica. Sabe uno cuánto avanza, cuál es el camino y en dónde termina. Se nada en línea recta a lo largo de cualquier múltiplo de cincuenta metros. Habrá quien se ahogue, pero no quien se pierda. Incluso leo al pie del archivo que recién he llegado a la palabra número sesenta y ocho, y de antemano sé que muy difícilmente pasaré de ochocientas. Y ya. Me iré a dormir con el trabajo terminado y cierta paz de espíritu, que ya no estará ahí cuando despierte, presa de un cosquilla matinal similar a la que sentía cuando niño durante las vacaciones en la playa. Por la mañana se abren los ojos ya con cierta premura por correr a la playa y meterse en el mar.
Si he de dar mi versión personal del mar, creo que nadar en él se parece a escribir un texto de dimensión incierta con pluma fuente y meses o años por delante. Se avanza lerdamente, o así parece. Hasta donde recuerdo, podía dar decenas de brazadas y patalear rabiosamente hacia adelante, que al detenerme y sacar la cabeza observaba con fatigado desconsuelo que el hotel no se había movido. Nadaba entonces ya sin mirar a la playa, asumiendo que me iba la vida en ello, hasta que un chico rato después llegaba a mi destino con las piernas temblonas por el esfuerzo. En la mañana, cuando me levante, lo haré creyendo que la historia se me ahoga y tengo que nadar para salvarla.
Cuando ese arduo texto que se perpetra durante meses o años pertenece al dominio de la ficción, la sensación es similar a un naufragio. No se sabe hacia dónde nadar, ni hasta cuándo, ni si servirá de algo. La pluma fuente que más me acompaña tiene forma de submarino y en el punto el dibujo de una escafandra. Una carga completa de tinta suele durarle en torno a las seis páginas, tras lo cual es preciso ir en busca del tintero y probar el deleite inenarrable de llenar el depósito hasta el tope. Reconocer el olor de la tinta. Limpiar el punto a mano limpia, mancharse por capricho redentor. Se puede teorizar por una vida en torno a una novela en proceso, que lo único que cuenta son las cuartillas emborronadas. Las manchas, las ampollas, la tinta en la botella, bajando de nivel.
El nivel de la fe no suele subir solo. Por eso, cuando salto de clavado hacia el cuaderno constelado de garrapatas negras, pienso en la pluma como en una máquina de la más alta precisión, y así me aferro a ella como al timón del último Nautilus. No es por casualidad que en las lenguas romance precisamente el término romance sirve como sinónimo de novela, si ya su confección supone la aventura total de lanzarse a salvar lo insalvable. Romance, aventura, lenguaje, travesía: leemos o escribimos novelas para que estas palabras se nos hagan sinónimos. Para creer y, a veces, ser creídos.
Ciertos días, cuando llega la hora de sacar la herramienta de su estuche, recuerdo esas películas donde la cámara se recrea en los preparativos rituales del francotirador. Aunque luego ya el juego se haga más parecido al del cirujano -rompe uno mucho menos de lo que remienda- me divierte pensar en la pluma fuente como un fusil de tinta con mira telescópica. O quizás un arpón submarino a la caza de páginas en blanco. Intentar, atentar, entintar: en este juego, son los tres sinónimos.