
Víctor Gómez Pin
Decía que al Narrador de La Recherche le hablaba la ciudad de Venecia. Seguro que al propio Marcel Proust (que conviene no identificar en exceso a su personaje) le hablaba posiblemente esa catedral de Chartres, tan cercana a Villiers, el pueblo de Francia que sirvió de materia prima a su Combray, y que interpelaba también al gran Peguy.
En un mundo que pudiéramos considerar tan afortunado como trágico, en esa "ciudad griega" que da título al libro de Pohlentz al que me he referido aquí en varias ocasiones, sus habitantes tendrían momentos de vivencia colectiva, en los que no cabría distinguir vida espiritual interior, emoción en el otro y transfiguración del entorno. Lejos está nuestro mundo del universo descrito por Pohlentz, mas al menos a los protagonistas de las grandes narraciones les hablan las ciudades, como les hablan los árboles, o como dejan de hablarles, en el momento en que ellos mismos pierden confianza en el peso de la palabra.
Nos hablan obviamente aquellas cosas que han sido previamente humanizadas, las cosas en las que el lenguaje se ha infiltrado hasta hacer de ellas algo indisociable de nuestro propio destino como humanos. Quizás este eco de lo que constituye nuestra vida interna es un signo de la intensidad de esta última. Y complementariamente, el silencio de las cosas sería signo de que nos abandona el sentimiento de nuestra singularidad:
Pues cuando el lenguaje es sentido meramente como un aspecto más entre los que configuran el todo del mundo, cuando prima el sentimiento de destino común con minerales y bonobos, cuando sólo preocupa la siempre amenazada subsistencia, cuando las metáforas son vividas como expediente menor de la representación de las cosas, cuando en suma, la palabra es impotente a arrastrarnos, a hacernos partícipes de su propio desbordar, entonces nada nos habla, porque ni siquiera respondemos a la condición de depositarios del lenguaje.