Víctor Gómez Pin
Schubert, Vivaldi y compañía, sino literalmente en la sopa, sí en la atmósfera que la ameniza, en el ignominioso restaurante de diseño, donde ciertamente no cometerán la catetez de ponernos un televisor (a diferencia de los cutres bares de cañas, que a la larga acabaremos por añorar). Schubert, Vivaldi, Mahler,… de los que sólo se salva el que, en el vagón de cercanías, y armado con sus auriculares se refugia en el hip-hop o el trance.
Todo ello no ocurre, ciertamente, por azar. La tecnología de la que nuestra civilización es indisociable, ha producido quizás maravillosos frutos, también en lo que se refiere a la música. Mas está directamente en el origen de esa brutal transformación de nuestra relación con el entorno, consistente en que la música llegue a tener una pertinaz inevitable e impertinente presencia en el mismo.
Precisamente por estimar que la música es un universal antropológico, un ingrediente esencial de la condición humana en todo tiempo y lugar, sostenemos lo siguiente: la conversión de la música, por un lado, en algo disponible al albur del capricho individual y, por otro lado, en algo impuesto a los individuos en las más diversas circunstancias, hace que pierda su razón de ser; la música es entonces más bien la expresión de un embrutecimiento tanto de la sociedad como de los individuos. Y de esta alienación hay causas intrínsecamente vinculadas a la omnipresencia, en nuestras vidas, de la tecnología y de sus frutos.