Víctor Gómez Pin
El poeta Francisco Brines señalaba que el hombre, suerte de paréntesis entre la nada pretérita y la nada por venir, por su conciencia y sentimiento de la misma, es como la presencia de esa misma nada: la nada siendo.
No es lo mismo decir que antes del hombre había la naturaleza y después del hombre vuelve la naturaleza que decir: antes del hombre nada y después del hombre nada. Nada, ni siquiera tiempo, por ello quizás fuera más adecuado decir “fuera del hombre… nada”.
Esta certeza puede plasmarse en sofisticada expresión conceptual (así el aquí tantas veces evocado sujeto trascendental) o en inmediato sentimiento de finitud, pero es imposible de erradicar, es quizás la base de todo pensamiento y aun de toda acción cabalmente a la altura del hombre.
Se trata en esto de una cuestión de jerarquía: ¿interesa la naturaleza en sí misma, o interesa la naturaleza porque interesa ese raro ser natural que es el hombre? O aún: ¿la causa de la naturaleza como instrumento para la causa del hombre, o más bien el saber del hombre al servicio de la preservación de una naturaleza de la que eventualmente el hombre ni siquiera formaría parte? Sin duda la respuesta a favor de la naturaleza resulta como corolario de toda relativización del peso del ser humano por homologación de nuestras facultades a las de otros animales.
Pero el peso ontológico (el peso en el conjunto de los entes) que se le da al ser humano es también rebajado cuando se homologa nuestra inteligencia a entidades del tipo Deep Learning soslayando la variable clave de que tales entidades son resultado de la existencia del hombre y no a la inversa. Ambas posturas se unifican en un discurso (incontestable desde el punto de vista fenomenológico) sobre el cosmos que cabe sintetizar así: enriquecida la naturaleza inanimada con la emergencia de la vida, y enriquecidos los sistemas de señalización e información con la aparición de un código complejo como es el lenguaje humano, el despliegue de las potencialidades de este último condujo a su reproducción en entidades que ya no tienen la vida como soporte, pero obviamente sí las leyes de la física. Las diferentes etapas sólo se diferenciarían gradualmente, siendo absurda la idea de erigir una de ellas en referencia o foco de significación.
Como ya he señalado nada cabe objetar a tal discurso…mientras nos atengamos a lo que la ciencia puede testimoniar. Pero la coherencia se rompe si nos permitimos introducir la pregunta: ¿qué da soporte al discurso de la ciencia? Pues es obvio que la ciencia es una manifestación del lenguaje refiriéndose a cosas que no son el propio lenguaje. La ciencia es fruto del hombre, y por ello el hombre mismo no puede ser homologado a nada de lo que la ciencia explora, no cabe por así decirlo una ciencia del hombre.
Una persona a la que exponía la idea que sustenta estas reflexiones, al apercibirse de la relativización (cuando no desvalorización) del ser humano que se desprende de las tesis reduccionistas, exclamó: ¡Y tan contentos! Y efectivamente algo en estas posturas llama poderosamente la atención: decimos que el hombre es un pasajero momento del orden natural, como si esto aboliera el sentimiento de que ese pasajero momento es el testigo incluso de tal pasar, de tal manera que fuera del mismo, fuera de lo que él describe (sea o no científicamente), lo seguro es nada. Y una vez más la pregunta:
¿Por qué esta rebaja en nuestro entorno cultural del peso de la variable lenguaje? ¿Por qué se niega la primacía del ser que es principio de toda afirmación como de toda negación? La respuesta es quizás que ello evita (al menos en estado de vigilia) la confrontación inevitable con la tremenda realidad de lo que somos. Y decididamente esta forma de denegación de la certeza (esta necesidad de imposible fusión con anímales, máquinas y eventualmente árboles) ha ganado la partida, empujando a los arcenes a todo aquel que dé signos de no comulgar y obligando incluso a plegarse a otras formas de religión, que en el pasado defendieron su “certeza” de la singularidad humana pero sólo en base al dogma de que una inteligencia creadora había querido que así fuera. ¡Sin duda era este segundo aspecto lo que confería la firmeza para conducir a la pira a quien sostuviera una tesis contraria!
Ante los discursos que se refieren a la causa de la naturaleza dejando de lado si tal interés se vincula al interés del hombre no puedo evitar el sentimiento de asistir a una denegación casi freudiana; asistir al repudio de una certeza sobre nuestro ser cuya asunción nos resulta insoportable. ¿Tan contentos? Quizás sólo de día. Una sentencia de Horacio citada por multiplicidad de autores en los más variados contextos, sostiene que si se intenta expulsar con una furca a la naturaleza, esta siempre retorna. Añado por mi parte que ello vale también para esa singular naturaleza del ser humano, cuya esencia tantos han visto en el lenguaje:
Si expulsas durante el día lo que el lenguaje dice, este se vengará retornado en la noche, en esos sueños de cuya veraz fuerza el sujeto no duda, precisamente porque su voluntad es impotente para fijarlos, pues si efectivamente “no puedes siempre obtener lo que deseas”, de hecho no cabe soñar lo que conviene.