
Víctor Gómez Pin
El mito de la hetaira Tais (al decir de Valle Inclán menos bella que su destino) ha pervivido hasta nuestros días a través de su presencia en la literatura. Si el poeta Menandro daba ya su nombre a una des sus piezas, el compositor francés Jules Massenet le dedicó uno de sus títulos operísticos más apreciados por los amantes de la mélodie française. Aprovechando la leyenda de que Tais habría acompañado a Alejandro en su conquista de Asia, los libretistas, siguiendo el relato del escritor francés Anatole France, sitúan la acción directamente en Alejandría. Recuerdo una tan delicada como sensual puesta en escena en el teatro Malibran, debida al director veneciano Pierre Luigi Pizzi. Pizzi enfatizaba la emoción y voluptuosidad que embargan a Tais por el mero hecho de sentirse deseada, así como su certeza trágica de que esta su condición de pura hipóstasis para la erección del hombre sería algún día cosa del pasado (Dis-moi que je suis belle… implora al espejo en el aria más celebrada).
¿Enfermiza la sexualidad de esta meretriz? Más bien lucidamente trágica y desde luego reflejo de una radical valentía: la valentía de asumir que el deseo del hombre tiene matriz fundamental en el hecho mismo de enfrentarse a la mujer que, literalmente se expone. Tais asume tal verdad como condición de posibilidad de la emergencia de su propio deseo, y no intenta edulcorarla con imágenes de una imposible simetría.
En algún registro todo hombre y toda mujer saben que la mujer se postula como peldaño para que el deseo del hombre se desvele, y que sin esta postulación sólo puede darse esa suerte de erección muerta que desgraciadamente suele a veces marcar los vínculos en el lecho matrimonial: erección válida para la procreación, pero sólo para una procreación literalmente sin amor, que supone reducción de la sexualidad humana a función meramente animal, función en la que (en este caso indiscutiblemente sí) tanto la mujer como el hombre alienan lo más precioso.