
Víctor Gómez Pin
Cuando esto escribo perduran en los periódicos retazos de la noticia relativa a una mujer que, aquejada por una aterradora y singular enfermedad, ha aparecido muerta en su domicilio, días después de que las autoridades francesas le hubieran denegado el recurso legal a la eutanasia. Cuando surgió la noticia reapareció una vez más la ya estereotipada polémica sobre si el derecho a la muerte digna ha de primar o no sobre un pretendido deber de subordinar la vida a lo que la colectividad en general, la patria, o una eventual fuerza creadora determine.
"Jesús no tuvo paliativos y su muerte fue digna" dijo al parecer el obispo de Pamplona en un Sermón de las siete palabras, pronunciado en vísperas del Domingo de Resurrección. El prelado asevera que la dignidad de tal muerte residiría en primer lugar en que "la miró cara a cara con confianza", disposición por la cual Cristo habría respondido a esa andreia, templanza o entereza, que Aristóteles nos presentaba precisamente como ausencia de fóbos (es decir miedo sin pudicia) ante la inminencia de la muerte.
Desgraciadamente, sin embargo, (aunque de hecho no podía ser de otra manera) el prelado se ve forzado a añadir que tal confianza ante la muerte se debería a que Cristo "la aceptó con amor, porque la vivió descansando en los brazos del padre celestial".
Así cualquiera, cabría de entrada pensar. Pues obviamente no es lo mismo contar con el abrazo del padre celestial que enfrentarse pura y simplemente a la inminencia de que desaparece el hecho mismo de seguir siendo testigo de que algo se da, modalidades empíricas de la muerte (muerte de otro o muerte de animales o plantas) incluidas. Lo segundo sí es, desde luego, "mirar la muerte cara a cara", mientras que lo primero parece más bien buscar un derivativo para no hacer tal cosa.
Pero más deprimentes que las consideraciones que pueda hacer un prelado de la iglesia en relación a la muerte voluntaria, son las proclamas de instituciones defensoras de la democrática laicidad en estas materias, pero que limitan el derecho a morir dignamente prácticamente a quien no tiene ya razón alguna para vivir. Así la asociación suiza Dignitas acepta asistir a personas procedentes de países en los que toda forma de eutanasia está prohibida, pero dejando bien claro que tan sólo si se trata de casos límite. Más cerca de nosotros, el bienintencionado, aconfesional y progresista Comité Consultivo de Bioética de Cataluña solicitó en 2006 que se despenalizara la eutanasia, y hasta se ayudara al suicidio, en los casos en los casos de gravísimo sufrimiento, causado por una enfermedad incurable. ¿Es a esto a donde llega la libertad? ¿Qué pasa con aquel que quiere morir aun sin enfermedad incurable y eventualmente en situación de euforia? Pues que en todo caso no busque ayuda de instituciones asistenciales se responderá. Totalmente de acuerdo, si el ciudadano estuviera en condiciones de hacerse con los instrumentos necesarios para llevar a cabo su propósito de poner fin a sus días, cosa que desde luego no ocurre.