Víctor Gómez Pin
Los filósofos no han gozado en exceso de cargos públicos, y cuando los han ejercido fueron a veces depuestos de los mismos por la violencia. Algunos filósofos han merecido honor en el sentido etimológico de honestas, reconocimiento consistente en la atribución de un cargo con responsabilidad social, ya sea indirecta. Tal el caso del nombramiento de Leibniz como consejero de la casa de Hannover o de Tomás Moro como miembro del Consejo Real de Enrique VIII. Para ambos vale ciertamente la expresión cursus honorum; cursus sin embargo interrumpido, pues el primero fue abandonado por su protector y el segundo encerrado en la Torre de Londres y decapitado.
Incluso en el sentido más usual del término honor, contemplado desde el ángulo de los valores compatibles con la jerarquía imperante la caída en desgracia puede ser vista como un deshonor. Pues la desafección por parte del poderoso suele ir acompañada de acusaciones que cuando menos sirven de coartada: acusación de impostura ( Leibniz reivindicando la paternidad del cálculo infinitesimal, que los newtonianos atribuían en exclusiva al maestro); acusación de infidelidad ( Tomás Moro subordinando los intereses de su monarca y protector a la causa del Papado); acusación de llana traición (Condorcet, aliado con objetivos adversarios de Robespierre vendría a ser enemigo de la Revolución francesa). A veces la deshonra viene por haber puesto en tela de juicio dogmas teológicos (negación por Servet del carácter trinitario de Dios) o postulados científicos (Copérnico o Bruno negando el geocentrismo) considerados unos y otros como garantía de la ordenación social, de la coherencia de una explicación global del mundo y de hecho también como soporte de la salvación individual. Cuando Olympe de Gouges es llevada al patíbulo o Servet y Bruno son conducidos a la hoguera, el carácter público de los actos quiere ser muestra de pública des-honra, anatema moral y no sólo político o intelectual. Y sin embargo…
Esa deshonra para unos es precisamente lo que hace la honra para otros. Honra como término con el que hoy designamos un abanico de virtudes de la que en mayor o menor medida dieron muestra muchos de los grandes nombres del pensamiento: rigor del propio discernir, para que la palabra de la autoridad no haga tambalear la convicción; firmeza para mantener esta convicción pese a las previsibles consecuencias; prudencia para sortear los inevitables momentos de flaqueza; autoestima para intentar no derrumbarse ante la exclusión, marginación o anatema; y en el caso extremo andreia (esa virtud de la hombría patrimonio de todo ser hablante) para sentir lo inmediato del fin y mantener la entereza. Personas que simplemente nos ayudaron a pensar, pero quizás algo más (retomo de nuevo la expresión de Georges Canghillem relativa a una de ellas) personas que nos brindaron "una lección de moral sin necesidad de redactarla".