Víctor Gómez Pin
Si la dignidad material y la fertilidad espiritual del conjunto de los seres humanos fuera la máxima de acción, entonces la exigencia de proteger y conservar la naturaleza surgiría como evidencia. La defensa de la naturaleza podría de hecho ser corolario del programa de cualquier organización política que mereciera el calificativo de democrática, lo cual haría superflua la existencia de un partido ecologista (al igual que la de un partido feminista o antirracista). Que así no ocurra es ante todo un síntoma de fracaso de los proyectos liberadores de toda la gran tradición política y espiritual de nuestra historia. Síntoma, en última instancia, de una suerte de desarraigo, de falta de confianza en nuestra entereza ante los problemas derivados de nuestra condición, los cuales son entonces sustituidos por falsas querellas.
La actual situación que pone en entredicho muchísimos mitos relativos a la capacidad de este sistema y a la inutilidad de andarle buscando alternativas ofrece también quizás la ocasión de replantear el ideario ecológico que lo depuraría de cierto tufillo irracionalista vinculándolo a la causa de la que nunca debió ser apartado. El proyecto legítimamente ecológico no consiste en erigir la naturaleza en deidad y fin último de nuestra acción previsora, sino en proteger cuidar y enriquecer la naturaleza a fin de que esté en condiciones de amamantar de manera sana al hombre, es decir, al único ser susceptible de medir las cosas, otorgarles valor y arrancarlas a su insignificancia. Como la realización de la condición humana es imposible si su vida se reduce al binomio "trabajo esclavo-ocio embrutecedor", renunciar a la humanización del trabajo (proyectar por ejemplo esa inmundicia de las 65 horas que sin el actual contexto de crisis y el hecho de que se empiecen a ver los dientes, se hubiera impuesto) tendrá como consecuencia el desplazamiento del hombre como centro de referencia, y la aparición de ideologías legitimadoras de tal renuncia. Tal es el caso del pensamiento llamado ecológico, auténtico sustitutivo del humanismo, y al que se adhieren hoy con idéntica convicción desde patrones de multinacionales hasta políticos reconvertidos (que sólo ocupan la posición que ocupan en razón de representar intereses consolidadísimos); amalgama ya ciertamente sospechosa respecto a la legitimidad de la causa. En la ideología que sustenta a unos y otros, la causa del hombre es desplazada, en beneficio primero de la animalidad, después de la vida y en última instancia de la naturaleza en general. Ello no supone en realidad freno alguno para un sistema en el cual la explotación de la naturaleza es mero corolario de la explotación del hombre. Sólo en la lucha efectiva del ser humano por su emancipación se estarían sentando las bases para que la intervención del hombre en la naturaleza fuese compatible con su equilibrio y su salud.