Víctor Gómez Pin
Hay profesores a los que toca en sus clases hablar de Einstein, Garcilaso o las características del genoma humano, con tanta conciencia respecto a la profundidad del contenido, como con el deprimente sentir de que ellos no han traspasado nunca la capa más superficial. Mas como las reglas del teatro pedagógico impiden que tal ligereza sea reconocida, el pobre hombre vive acompañado en permanencia por un sentimiento de impostura, de usurpar el papel que sólo alguien más verídico podría con legitimidad interpretar.
Tal sentimiento de no autenticidad acompaña también a científicos, artistas o filósofos. Y cabe decir que, en cierto modo, es bueno que así sea. Pues además de evitar confundirse con la miserable imagen del creador fatuo y engolado (o la no menos lastimosa del paranoico que cree haber alcanzado una cima), el hecho de sentir que no se ha medido el abismo, ni se ha confrontado el misterio, ayuda a mantener viva el ansia de efectuar tal radical paso.
Citaba en otro momento de estas reflexiones la frase de Marcel Proust relativa a la consideración del arte no sólo como la escuela de vida más austera, sino también como el "verdadero juicio final". Pues bien, cabe decir que mientras perdure este sentimiento de lo que el arte supone, la ausencia de autoestima en el artista tiene poca importancia. Y desde luego ello es aplicable a la filosofía, esa modalidad paradigmática de tomar como causa sagrada y final la vida del lenguaje, la vida de toda matriz de humana fertilidad.
Pues la disposición filosófica (en eso Hegel, tan exagerado en ocasiones, era absolutamente justo) es simplemente la modalidad suprema de exigencia que el espíritu pueda alcanzar. No se trata de un tipo de tensión que quepa situar en paralelo a la que acompaña al científico o al artista. Simplemente, lo que en estos se da abstracta o separadamente, esa doble tensión, en el filósofo se muestra indisociable. Me atrevo a decir que filósofo es, como Parménides, aquel que a la modalidad de rigor que fragua silogismos… aúna la modalidad de rigor que encadena metáforas.
Por ello es ilegítima toda sociedad que no respalde en los hombres la aspiración filosófica. Pero sobre todo (ya en el plano individual) es miserable el destino de aquel a quien la filosofía ha, simplemente, abandonado; aquel para quién la interrogación alcanza ya tan sólo una dimensión formal, y los elementos que contribuirían a una respuesta son juicios desde hace tiempo archivados y esterilizados en el registro notarial de la erudición.