Víctor Gómez Pin
Tratándose sólo de una posibilidad no deberíamos apostar todos nuestros cuartos a la esperanza. Y sin embargo el mismo Lanceros cita esta frase del sociólogo Zygmunt Baumann "Si perdemos la esperanza será el fin, pero dios nos libre de perder la esperanza".. Pues bien:
Parece que efectivamente Dios nos libra, pues la esperanza y su potencia vivificante se despliegan en las más adversas condiciones, siendo variable poco importante el que la probabilidad de lo proyectado sea escasa. De hecho las esperanzas que mayor consuelo han aportado a la humanidad no entran siquiera en la problemática de las probabilidades: nula es la probabilidad de una vida eterna, es decir, una vida contraria al segundo principio de la termodinámica, y sin embargo ha constituido una de las causas finales mayormente movilizadoras de la historia.
La esperanza como principio ha sido erigida en cimiento sustentador de la actividad humana por multitud de moralistas. Sin duda por tribunos de cierta concepción del tipo de finalidad que anima las grandes luchas sociales, pero sobre todo -y en todas las épocas- por émulos o predecesores de los actuales predicadores evangélicos. En todo caso moralistas para quienes, de no estar regida por la esperanza, la vida humana no parecería deseable y quizás ni siquiera posible. El principio de esperanza nos marcaría desde el arranque en la infancia, y así un niño no amamantado por la palabra materna en la esperanza sería de alguna manera un hijo de la muerte. Un relato de la narradora y poetisa Teresa Colom (La senyoreta Keaton i altres bèsties, Edicions 62, Col.leció La butxaca, 2016) tiene como protagonista a un niño que "pronunció su primera palabra" teniendo como único testigo a la muerte, la cual, usurpando las funciones de madre, había tomado buen cuidado de que en la criatura no anidara la esperanza:
"Pero la Muerte, experta en arrebatar la vida, no en engendrarla, había olvidado una cosa al tomar el relevo del vientre de la madre muerta, un elemento imprescindible que la Vida entreteje meticulosamente y sin excepción en todas las existencias para que se mantenga aferrado a ellas hasta el último suspiro. Olvidó dotar al niño de esperanza".
La consecuencia de ello es implacable. Al sentirse no ya desesperanzado de hecho, sino incapacitado por esencia para la esperanza, ese niño se siente llamado a abismarse:
"El niño no había sabido nunca de dónde había salido, pero fue a buscar la tierra que intuía más blanda, la que más veces había visto remover, donde no había lápidas, ni féretros, el pedazo de cementerio más alejado de los transeúntes, del mercado, la fosa.
"No perder la esperanza…". Y sin embargo retomo, tras muchos otros, una pregunta aquí ya otras veces planteada directa o indirectamente: ¿no será precisamente la erección de la esperanza en principio de la acción y del pensamiento, lo que, evitando que asumamos lo real, hace que no seamos capaces de una vida cabalmente humana?
La entrega a la esperanza equivale a dejar legislar lo imaginario, y lo imaginario es la matriz del sueño. Hay sueños fértiles, pero hay también ese sueño sthendaliano que inspira la interrogación de Unamuno: "Soñar la muerte ¿no es matar el sueño?" pero sobre todo: "Vivir el sueño ¿no es matar la vida?"
Lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, el anclaje en la esperanza se convierte a menudo en el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación. En este sentido, la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de la esperanza.
La esperanza meramente imaginaria es en ocasiones alimentada, por así decirlo, para dar ánimos, como el médico oculta lo radical de la dolencia para que el enfermo no se desmoralice. Otras veces la postulación de la esperanza no apunta (o no exclusivamente) a objetivos de salvación individual, sino de dignificación colectiva; la esperanza es entonces concebida como arma para que el ser humano no desfallezca en el noble proyecto de alcanzar la realización plena de su naturaleza de ser de razón…en un mundo por venir. Pero aquí hay derecho a una elemental pregunta: ¿qué pasa entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, o incluso en la situación de un prisionero o de un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma… ¿qué hacer entonces?
Desde luego, si no una respuesta explícita, el propio Ernst Bloch, apostol mayor del "Principio de esperanza" (título de su libro quizás más célebre) nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza, sino en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento (tuviera él mismo esperanza o no la tuviera). Y así nos encontramos con un autor que nos ofrece espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científicas, musicales, etcétera. Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente, ciertamente entonces con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad.
¿Dios nos libre pues de perder la esperanza? Más bien cabe desear que la buena suerte nos libre de perder el pensamiento, ese continente, al decir de Horkheimer, de toda esperanza legítima (Adorno T.W. y Horkheimer M, Hacia un nuevo manifiesto. Eterna Cadencia, 2014. Traducción de Mariana Dimópulos). Entre la exacerbación de la razón pragmática y un descontrol cómplice de la locura, sólo el pensamiento en acto, pensamiento en lucha con asuntos de extrema dificultad, aparece a Horkheimer como forma de afirmación de nuestra naturaleza (festiva afirmación de nuestra naturaleza, me atrevería a decir) cuando escribe: "En el acto de pensar está encerrada toda la esperanza".
La frase dice ciertamente que la aspiración a una situación de mayor bienestar, belleza y dignidad, la aspiración utópica, sólo alcanza legitimidad si el pensamiento lúcido y confrontado la sostiene, es decir, si el pensamiento contempla las condiciones en las que puede venir a ser realizada. Pero hay algo más: en un momento en el que la polaridad teoría- praxis era para los intelectuales un debate mayor, la frase de Horkheimer indicaba que el despliegue mismo del pensamiento equivale a realización de la más legítima esperanza, que el pensar es en sí mismo riqueza esencial, que el pensar nos hace ser. Vieja historia en realidad:
"Soy una cosa que piensa (je suis une chose qui pense)" dice de sí mismo el narrador del Discurso del Método en el momento álgido de su meditación, es decir, cuando aplicando su duda metódica ni siquiera puede afirmar con certeza apodíctica que el entorno inmediato (el fuego en la chimenea, el pliego sobre el que escribe, la propia mano que sostiene la pluma, etcétera) son otra cosa que resultado de una vivencia onírica ("pues no he de olvidar que tengo costumbre de dormir").
Y remontándose a Jonia "lo mismo pensar y ser (tò gàr autò noeîn estín te kaî eînai …)", arranque de la "Vía de la Verdad" en el poema de Parménides. Cabe incluso extender la sentencia en el sentido de que hay también coincidencia entre ser y ser pensado, pues ¿qué garantía hay de que algo es en ausencia de testigo? Pero dejo este problema ontológico relativo al ser de las cosas, para limitarme al ser que piensa, y cuya fidelidad a sí mismo pasa por hacerlo radical y decididamente, depositando en este acto sus expectativas y alejándose de aquellas modalidades de la esperanza que sólo responden a la imaginación no controlada por los símbolos, la imaginación como arma de consuelo.