Víctor Gómez Pin
En la carta del profesor José Lázaro que ha dado lugar a estos últimos textos primaba la cuestión de la dificultad de discernir entre las "máximas subjetivas de acción" sometidas a algún principio intrínsicamente moral y las que no tendrían tal virtud. Ello haría difícil trazar una barrera firme entre la actitud del falangista de buena fe (que aspirando al bien de su país se habría encontrado con la sórdida realidad del franquismo) y la del revolucionario comunista cuyas "buenas intenciones" no habrían impedido el control de la población por la policía estalinista o la persecución de homosexuales en Cuba. José Lazaro me decía concretamente que le "venían a la cabeza cristianos, marxistas falangistas de noble sinceridad que se quedaron horrorizados con lo que hicieron del pensamiento de sus respectivos maestros los sacerdotes de las respectivas religiones." Y al respecto José evocaba a lucero, Orwell o Ridruejo.
Intentaba por mi parte, en un texto anterior, responder a esta perplejidad escéptica de José Lazaro en base a distinciones kantianas. Retomo el asunto con algo más de precisión.
El asesino y el médico
"Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza, son de idéntico valor"
No se trata de una provocativa "boutade", sino de un párrafo de la kantiana Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.
Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant "máxima subjetiva de acción"
Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o deber ( Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.
Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.
En uno y otro caso, imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.
Diferencia en los fines
¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.
Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica) es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad, y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la que se subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana en la que ahondaré algo más.
Los ejemplos hasta ahora considerados tienen en común un rasgo de contingencia. Cabe pasar por la situación en la que la propia meta es desvalijar un banco, pero no ocurre esto a todos los individuos y ni siquiera a un único individuo en todas las circunstancias de su vida; y lo mismo cabe decir de la meta subjetiva de proceder a una violación o a un asesinato.
Hay ciertamente metas que no sólo son menos turbias, sino más comunes. Así, muchos se proponen alcanzar un oficio convencional, tener un hijo, o una casa propia. Y en la generalidad de los casos se subordinan a los imperativos (de estudios, vestimenta, mediación social etc.) sin los cuales la razón indica que tales objetivos son inalcanzables.
Mas tampoco en los últimos casos cabe considerar que se trata de fines auténticamente universales. Salvo que nos refiramos a un eventual deseo inconsciente (cosa que quizás valdría la pena considerar), no cabe decir que tener un hijo es finalidad que se propone todo individuo, y sobre todo, en cualquier tiempo. Y el asunto es aun más claro en lo que se refiere al oficio (un "hijo de papá" puede perfectamente estimar que su meta lógica es vivir de rentas), o a la vivienda. Pues bien:
Meta que ningún ser humano pudiera repudiar
Si la meta a alcanzar, la máxima subjetiva de acción, es contingente, entonces, cualquiera que sea la connotación moral que le atribuyamos, el imperativo de adaptar el comportamiento a tal meta, no sólo es subordinado o hipotético sino además contingente o problemático ( el fin para el que es instrumento pudiera no darse). Por el contrario: si alguna meta fuera tal que ningún humano en ninguna circunstancia pudiera no hacerla suya, entonces el imperativo (la ley que determina el adecuado comportamiento), aun siendo hipotético o dependiente sería inevitable o asertórico.
Entiéndase bien que el imperativo es racional, y por ende, "ético", en ambos casos. Pero en el primero lo es en relación a algo que, en sí mismo, puede eventualmente no ser racional, mientras que en el segundo caso lo es respecto a algo racional en esencia, algo que acompaña a la condición humana como tal, a saber, la aspiración a la felicidad, la cual no puede darse sin gozar del respeto de los demás, exige imperativamente el merecer tal respeto.
El seleccionar cuidadosamente el veneno alcanzaría un suplemento de legitimidad si hubiera alguna buena razón para efectuar el crimen (¿sería tal la liberación de la tiranía?), mas su carácter de deber no depende de ésta, sino de la adecuación a la meta que el sujeto se ha trazado. Pero lo mismo ocurre con la exigencia de prudencia en las relaciones humanas, sin la cual el respeto de los demás – condición de la felicidad – no puede darse. Ambos casos responden al criterio que permite determinar el carácter hipotético del imperativo: hay en perspectiva un fin concreto (acción, estatuto, posesión conocimiento etc.) que motiva a la voluntad y que, dadas las circunstancias, lo exige. El imperativo mira a un fin y no a la condición del fin, mira a un objetivo (necesario o contingente) y no a la objetividad.