Víctor Gómez Pin
"…¿Ha pedido usted alguna vez dinero prestado sin tener la menor esperanza de que se lo concedan?" (Marmeladov en Crimen y castigo.)
Sintetizaré las exigencias fundamentales de la ética kantiana:
Debes (Sollen hipotético- problemático) dominar la disciplina llamada resistencia de materiales si quieres (condición problemática) ser arquitecto.
Debes (Sollen hipotético asertórico) velar por tu salud, puesto que quieres (condición cierta, asertórica )ser feliz.
"Actúa unicamente en conformidad a una máxima tal que pudieras desear al mismo tiempo que fuera erigida en ley universal"
"Compórtate como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida por tu voluntad en ley universal de la naturaleza"
El complemento de sentido que esta última fórmula procura se explica por el hecho de que Kant define la naturaleza (concretamente en los Prolegómenos de toda Metafísica futura,17 ) como existencia de las cosas en tanto determinadas por leyes universales. Así pues, en este texto de la Metafísica de las costumbres, la ley moral o imperativo categórico aparece, ni más ni menos, que como condición incondicionada de la naturaleza. Pero no puedo ahora focalizarme en este fascinante aspecto
Kant intenta poner de relieve la imposibilidad de que el orden social, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales, a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada, solicita una ayuda económica. Esta persona puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa… obviamente nadie avanzaría un penique, pues tendría la certeza de no recuperarlo.
El lector de Kant no dejará de sorprenderse por el extremado formalismo de la argumentación. Una objeción inmediata:
La contradicción entre la necesidad de credibilidad, a fin de obtener un préstamo y la erección de la falsa promesa en ley universal, sólo sería problemática si la efectiva mentira conllevara automáticamente la vigencia de dicha ley. Mas dado, que, de facto, no es así, dado que cabe perfectamente prometer con intención de engaño y ser creído, obteniendo el correspondiente provecho, ¿qué interés tengo en proceder sólo en conformidad a máximas que pudieran, sin contradicción para el orden como tal, ser erigidas en leyes universales?
Desde luego ningún interés, si por tal entiendo seguir garantizando hábitos de confort, e inclinaciones tomadas por naturales (sexualidad de hecho mediatizada por la publicidad, por ejemplo.). Tampoco tendré interés en atenerme a la norma, si me mueven objetivos más elevados: defensa de mi patria, por ejemplo, frente a las apetencias (siempre contradictorias con las de la propia) de las otras patrias, o aun el contribuir al asentamiento social de mi familia, alentando quizás la disposición de mis hijos a medrar en el pantano social (lo que no se consigue sin dejar rivales en la cuneta)…
La efectiva legislación del imperativo kantiano carece de interés así entendido, es decir, carece de interés subjetivo y contingente, aunque no de interés objetivo y racional. Hemos visto que incluso el proyecto más innoble (posesión contra voluntad, o crimen por mera envidia de la fortuna ajena ), exige para su realización la subordinación de las inclinaciones inmediatas a lo que se revela a través de una reflexión sobre los medios, y por consiguiente a la razón…Todo el problema consiste en pasar de esta constatación de la inevitabilidad instrumental de la razón, a la evidencia de su carácter legislador, es decir, a la certeza de que en la razón está la referencia última por la que hemos de ser medidos. Atengámonos al evocado ejemplo de la falsa promesa:
Miento porque, de avanzar la verdad, no obtendría el préstamo que solicito. No lo hago ciertamente ante un prestamista de oficio, pues éste nunca se conformaría con mi palabra. Miento ante quien estima que la palabra tiene valor por sí misma, que la palabra compromete y que, en consecuencia, no tengo interés en usarla en vano.
Si pensara que ningún sujeto humano se halla en tal disposición, me ahorraría el procedimiento (¡que no dejo de experimentar como violento!) de la mentira. Así pues, la convicción que tiene mi interlocutor relativamente al valor intrínseco, a la dignidad, de la palabra, es absolutamente imprescindible para mi objetivo. Y en términos kantianos: el hecho de que el otro tenga como máxima de su acción el interés racional u objetivo, es necesario en mi propia economía, aun en el caso de que esta se halle motivada por intereses meramente subjetivos:
Erijo como regla de conducta el aprovecharme de la buena fe del otro. Obviamente, tengo entonces que desear que esta buena fe se de efectivamente, es decir, que el otro no sea idéntico a mi. En suma: hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas, no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonables, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos.
¿Respuesta del cínico a tal argumentación? Pues la división de los comportamientos: la defensa de los intereses generales de los seres de razón para el otro, y la defensa de los intereses subjetivos para mí.
Mas ¿cabe realmente tal economía? ¿Cabe reducir el lazo entre humanos a comportamiento de "listillos" frente a comportamiento de ingenuos? Ciertamente Kant diría que no; que ni el cínico lo es totalmente, ni el ser moral deja, en ocasiones, de codiciar el pan (material y espiritual) del otro. Lo que sí se constata es que el orden que nos rodea se halla más bien regido por los intereses subjetivos que por los intereses racionales. Pero a esto el kantiano cree tener respuesta:
"La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe ser diferenciado del principio objetivo, es decir de la ley práctica (ley por adecuación a la cual se mide el carácter moral de un comportamiento). La máxima determina en base a las condiciones del sujeto (muy a menudo en base a su ignorancia, o bien a sus inclinaciones) y constituye así el principio en conformidad al cual el sujeto procede, mientras que la ley es el principio objetivo, válido para todo ser razonable, el principio en conformidad al cual debe proceder, o sea un imperativo"
Este texto, siempre de la kantiana Metafísica de las Costumbres, en base al cual se articulaba la reflexión que precede, nos da la clave de dónde se sitúa el pesimismo y el optimismo en materia de comportamiento ético. Kant es optimista, tiene confianza en que el hombre, en última instancia, no puede ser totalmente ajeno a los imperativos de la razón, actitud que se traduce, entre otras cosas, en un comportamiento ético.
La diferencia jerárquica entre la máxima y la ley estribaría en que la primera sería subjetiva y contingente, mientras que la segunda sería objetiva y necesaria:
Todo ser humano está permanentemente atravesado por aspiraciones subjetivas, que se traducen en deseo respecto a determinado objeto, circunstancia, posición personal etc. Y esta capacidad subjetiva de desear es esencialmente contingente y mutable, subordinada a la variabilidad de individuos y peripecias.
Por el contrario, sea cual sea su circunstancia, el se humano desea tener razón, cuando menos tener razón instrumental, pues de perderla se hallaría en la imposibilidad de alcanzar sus fines, sórdidos o no (para envenenar a alguien hay que poner los medios racionales necesarios). Pero sobre todo, el ser humano no podría dejar de desear que el otro ser humano se halle motivado por objetivos que no se reduzcan a intereses subjetivos y mezquinos, Todo ser humano estaría obligado a desear que en el otro se de una parcela que lo convierte cabalmente en una persona, es decir que esté motivado por intereses universales de la humanidad. Y hasta cabría decir que, de hecho, está convencido de que así es efectivamente, pues de lo contrario, privado de toda confianza, viviría atravesado por el terror y el imperativo de la vigilia permanente.
En última instancia, la base del optimismo en ética consistiría en estimar que todo sujeto humano está obligado a considerar como (bien entendido) interés propio el que se den intereses universales (ideales de fraternidad y justicia), a los cuales los hombres adecuan su comportamiento. Esto no ocurrirá en todo tiempo y en todo lugar, e incluso es posible que aparentemente no ocurra casi nunca, mas de facto, en algún registro, en todo hombre perduraría un rescoldo de esta exigencia de adecuar su comportamiento a lo que posibilita la persistencia de la razón y de los seres que la encarnan.
Es más: confrontado a seres que subsisten embrutecidos por la miseria, seres que oscilan entre la expectativa de la pura rapiña ( generalmente de alguien aun más débil) y la consolación imaginaria de reconocerse en el equipo de fútbol triunfante, entonces, para conservar un hálito de confianza, para no caer en el terror, tengo que agarrarme a la idea de que en ellos persiste un respeto ante la razón, respeto traducido, por ejemplo, en el hecho de que, ya sea para urdir sus rapiñas o traiciones, dichos seres argumentan.