
Víctor Gómez Pin
En los años que siguieron a la llamada Gran Depresión se fueron consolidando en Europa partidos de extrema derecha que, con diversos matices, e instalados o no en el poder, convergieron en la alianza constituida en torno a Alemania e Italia durante la segunda guerra mundial. Obviamente el Nacional-Catolicismo español no presentaba los mismos contenidos programáticos que el Fascismo italiano y sobre todo no podía sino diferir grandemente del totalitarismo racista de la Alemania hitleriana. Lo mismo cabe decir si se compara el régimen petainista de Francia con el abominable régimen ultranacionalista que sembró el terror en Croacia, o con el de Oliveira Salazar -en gran parte fiel a la alianza secular con Inglaterra- y así sucesivamente.
La diversidad interna no impedía sin embargo que un hilo conductor los vinculara estrechamente. Ante la pregunta por tal hilo conductor no había, hasta hace quince años, duda en la respuesta: estas formas de ultra-nacionalismo constituían la reacción defensiva (adecuada a las circunstancias de cada país) a la amenaza que para un capitalismo en crisis suponía la resistencia del movimiento obrero. Pues este último era susceptible de aprovechar los puntos vulnerables del sistema democrático, es decir, precisamente aquellos por los cuales la democracia era algo más que exclusivamente formal. El petainismo, el franquismo y el fascismo, como regimenes nacionalistas de vocación imperialista, eran entre sí contradictorios, pero los unificaba su condición de vehículos para frenar la expansión de idearios de emancipación social con origen en la Revolución Francesa y prolongación en la Revolución de Octubre. Desde el punto de vista de que todos eran modalidades extremas de defender los intereses del capital, se trataba efectivamente de análogos perros con diferentes collares. Por eso surgieron todos en una época determinada y como consecuencia de que el capitalismo se sentía profundamente amenazado. Pues bien:
Ahora resulta que tan cristalina explicación no es de recibo, y además no es políticamente correcta. Mas como no aparece ninguna otra explicación alternativa, simplemente se renuncia a encontrar en ese embrollo algún elemento de racionalidad. Como consecuencia surge una pasmosa teoría de la maldad absoluta de los unos, complementada necesariamente con una trivialización de lo que representan los otros. Y así el nazismo era la reencarnación la voluntad de mal que por arte de birbiriloque (¿o de intrínseca maldad de la raza alemana?) habría tomado cuerpo en Alemania. El franquismo, el musolinismo etcétera, serían tan sólo regímenes autoritarios, en gran parte legitimados por los excesos a que podía llegar a dar pie el sistema de libertades formales.
En suma, se sumerge esa época en una tiniebla, se avanzan hipótesis ofensivas para el pueblo alemán, y se insulta la memoria de las víctimas de los demás regímenes: víctimas de un poder capitalista que encontraba en cada país los secuaces adecuados, es decir: personas dispuestas a erigir en máxima subjetiva de su acción, la erección de estructuras políticas que conducían inevitablemente al aviso del débil. Las consecuencias fueron sin duda más graves en el caso de unos que de otros, pero la significación de tales regímenes y las motivaciones a las que respondieron los encargados de apuntalarlos eran exactamente igual de inmundas.