Víctor Gómez Pin
Parece lógico que muchas de las teorías que dieron lugar a esta fascinante historia se sustentaran en la observación del átomo de hidrógeno. Ello en razón de que este constituye el más elemental, y por consiguiente aquel cuyo comportamiento parece mayormente susceptible de ser explicado. En 1911 Rutheford había presentado el modelo general según el cual el átomo se haya constituido por una masiva zona de carga positiva en el centro y circundándola una segunda de carga negativa. Aplicando el esquema al átomo de hidrógeno, cosa que efectúa Bohr en 1913, se trataría de un protón en el centro y un único electrón en la periferia. Para explicar la estabilidad del átomo se avanza la hipótesis de que el electrón debe circular en torno al núcleo (pues un sistema de cargas eléctricas no puede hallarse en equilibrio en situación de reposo) y ello de tal manera que la fuerza centrífuga sea neutralizada por la fuerza de atracción entre el protón y el electrón. Se daba sin embargo el problema siguiente:
Si el electrón efectúa un movimiento circular en torno al núcleo, entonces está realizando un cambio continuo en su dirección, lo cual no puede hacerse sin experimentar una aceleración. Pero una carga acelerada debería (según las leyes del electromagnetismo clásico) irradiar energía electromagnética, es decir perder parte de su energía, con lo cual empezaría a trazar una espiral hasta acabar abismándose en el núcleo. Como resultado de este proceso deberíamos constatar una radiación continua, cosa que en absoluto ocurría. En efecto las series hasta entonces constatadas en el espectro del átomo de hidrógeno eran todas discretas. En suma: aplicando la teoría clásica al modelo atómico de Ruthefort, no se daba cuenta de los hechos observados.
Para salir del atolladero Bohr lanzó una revolucionaria conjetura. En primer lugar habría determinadas órbitas en las que el electrón podría moverse sin emitir en absoluto energía electromagnética. Estas órbitas privilegiadas estarían caracterizadas por una singularísima ley. Acéptese que en la mecánica clásica para explicar el comportamiento de un cuerpo que circula en torno a un centro era muy importante el concepto de momento angular, es decir, el producto de la masa, la velocidad y el radio, m.v. r. Pues bien, la conjetura de Bohr era que en las órbitas privilegiadas, se verifica
m. v. r =(n h/2π)
dónde h es una constante llamada de Planck y n es un número entero natural.
El electrón es susceptible de saltar de la órbita determinada por un entero natural n a la determinada por un número superior o inferior. En el caso del salto a una órbita inferior el electrón experimenta una pérdida energética que se traduce en radiación, pero el hecho de que sólo pueda tratarse de un salto determinado por números enteros explica el hecho de que sólo se constaten magnitudes de radiación discretamente determinadas. Entiéndase bien que nadie sabe en absoluto la razón de que las cosas respondan a la conjetura de Bohr. La moraleja del asunto es que la estructura o ley reflejada en el constatado fenómeno de la radiación en magnitudes discretas ha de ser como Bohr dice para que ese fenómeno, además de ser constatado, se explique. El modelo que Bohr imagina da cuenta o razón; no se trata de justificar en razón el modelo mismo. Cabría en última instancia atribuir a una suerte de voluntad demiúrgica la instauración de la ley arbitraria que obliga al electrón a dar saltos cuánticos, en lugar de pasar de una órbita a otra mediante continua transición.