Víctor Gómez Pin
Mi amigo el físico Javier Tejada reitera una y otra vez la importancia de la siguiente pregunta: ¿cuánto tiempo necesitamos para esta transición energética? Y la verosimilitud de que quizás haya que esperar más de medio siglo, abre una perspectiva inquietante: antes de controlar la fusión nuclear y tener operativos reactores, es posible que hayamos consumido todas las otras fuentes de energía y contaminado, posiblemente de forma irreversible, nuestro planeta.
Si tal fuera el caso, la humanidad podría retroceder a estados de civilización primitivos y tener que esperar millones de años para volver a disponer de suficientes combustibles fósiles que permitieran por así decirlo empezar a evolucionar desde cero.
Este asunto de la posibilidad de una catástrofe que obligue al hombre a volver a un arcaico punto de arranque, es algo más que una mera conjetura y de hecho atraviesa tanto la literatura científica como la filosófica, a veces en forma de mito:
Cuenta Platón en el diálogo "Timeo" que llegado Solón, "el más sabio de entre los siete sabios", a la ciudad egipcia de Sais, un sacerdote ya anciano le explica las razones por las cuales Egipto tiene supremacía sobre Grecia, pese a estar amenazados ambos países por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. Pues hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia tiene enormes consecuencias:
La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues solo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose de la calamidad causada por las aguas, la gravedad depende de si estas descienden torrencialmente o, como en Egipto, se trata del desbordar de un gran río, pues en este caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. Y así, en Egipto, cuando las aguas descienden y los supervivientes en las cimas montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo.
Así pues, mientras la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar del Nilo preserva en Egipto lo esencial, en Grecia la cíclica lluvia torrencial destruye todo haciendo que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar a cero: "Solón, Solón, eternos niños sois los griegos… Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo", son las palabras que dirige a Solón el sacerdote.
Y ahora algo más cerca de nosotros:
Cuando en 1831 Darwin se embarca en misión de naturalista para el viaje alrededor del mundo que le conduciría al descubrimiento de fósiles de especies desconocidas, la teoría oficial seguía siendo todavía que las especies, una vez surgidas (en un acto que sólo podía ser considerado como creación), permanecían sin cambios. Obviamente, más de un observador de la naturaleza era secretamente escéptico, pero téngase en cuenta que el propio Darwin (ya inevitablemente presa de interrogantes, en razón de haber observado la selección artificial en la cría de animales) aceptaba sin excesivos remilgos la ortodoxia. Sin embargo los naturalistas sabían y sostenían públicamente que ciertas especies habían desaparecido. ¿Cómo hacer compatibles ambas cosas? La hipótesis de las catástrofes, defendida concretamente por el naturalista francés Georges Cuvier, era uno de los recursos:
A intervalos un cierto número de especies eran aniquiladas como resultado de un violento cataclismo, pero la diversidad de la vida se mantenía en razón de que, como resultado de un nuevo acto de creación (sitúese la referencia creacionista en el contexto de la época) otras especies las sustituían. Así mediante la tesis de las creaciones sucesivas se intentaba conciliar el creacionismo y la evidencia de la extinción y aparición de nuevas especies.
Los "catastrofistas" se dividían entre los que como Louis Agassiz, aceptaban una cierta evolución hacia niveles superiores de organización, los que afirmaban que en cada creación Dios daba entrada a especies totalmente diferentes y los que como tendían a pensar que las nuevas especies eran reproducción de las anteriores, así Charles Lyell que tiene importancia también por otro aspecto.
Uno de los pocos libros que Charles Darwin lleva consigo en el Beagle es el entonces recientemente publicado primer volumen de los "Principios de Geología" de Charles Lyell, mentor de Darwin en Cambridge y quien en 1844, trece años después del viaje del Beagle, es quien animaría a Darwin a dar a sus notas de viaje la forma de ese libro abismal que es "El origen de las especies". El tratado de Lyell tenía para muchos un carácter subversivo, en razón sobre todo de que desafiaba una convicción anclada:
Habiendo indicios de acontecimientos geológicos ocurridos centenares de millones de años atrás, la Tierra no podía haber sido creada por Dios hace seis mil años, como algunos sostenían interpretando la Biblia (así el obispo de Armagh, James Ussher en 1654). Por otro lado, el dogma establecía que la configuración actual de la Tierra era fiel, en grandes rasgos, a lo contemplado por Noé tras la retirada de las aguas. Ahora bien: a lo largo de estos siglos la lluvia, el viento, erupciones volcánicas, temblores de tierra, etcétera habían determinado la actual repartición entre mares y continentes, la forma de las cadenas montañosas, el trazado de los grandes ríos o la ubicación de sus fuentes, de tal modo que el gran diluvio no podía ser la causa de la configuración hoy visible.
¿Cómo llegó a ser consciente la humanidad del tiempo de aparición de la Tierra y ello aceptando las ideas de Darwin? Datar un objeto significa saber el tiempo en que apareció dicho objeto. La Tierra tiene su historia gracias a la Geología. Fue entre 1750 y 1850 cuando apareció una nueva escala de tiempo fundamentada en los estratos rocosos y los fósiles de la corteza terrestre, y se rompió con la cronología bíblica. Años más tarde con el descubrimiento de la radiactividad por Becquerel, a principios del siglo XX, se pudo datar la Tierra con un método científico y matemáticamente exacto que acabó de dar la razón a los geólogos. A partir de entonces las ideas de Darwin respiran tranquilas pues se demostró que hubo suficiente tiempo para explicar la evolución de las especies.
En cualquier caso Lyell no negaba el relato del diluvio que inscribía en el ciclo de las catástrofes cósmicas. Esta creencia parece de hecho ser una suerte de constante antropológica que reviste los más variados aspectos: en algún caso, como hemos visto, recurriendo al mito; en otros casos desde la sensibilidad científica.