Víctor Gómez Pin
He evocado muchas veces la imagen del pozo artesiano (utilizada por Marcel Proust para referirse al trabajo del arte), en el cual la elevación de lo sumergido es proporcional a la profundidad. Metáfora en este caso con una función bien definida, al servicio de la idea que Proust quiere expresar sobre su propia tarea. Pero cabe enfatizar también que, en ocasiones, tratándose de metáforas, lo que hace emergencia desde lo profundo no es sino el lenguaje mismo restaurándose en sus fuentes: “la ola viene del fondo, con raíces/ hijas del firmamento sumergido”. Y para atenerse al mismo Neruda, ¿hay siquiera que saber de la existencia de las estatuas de Rapa Nui, al escuchar “los más altos rostros que concibió la piedra”? La piedra, que en boca de otro de los más grandes “es una espalda para llevar al tiempo”.
Mientras, bajo el peso de los asuntos cotidianos, las palabras parecen estar al servicio de una representación con fuente exterior a las mismas, ha debido darse en la vida de cada uno un momento en el que las metáforas, hoy oscurecidas por la reducción instrumental del lenguaje, constituían, sin necesidad de explicación, simplemente lo más luminoso. Neruda, Mallarmé, Góngora o Lorca, son como los embajadores milagrosos de un país ya muy lejano, en el que las palabras, persiguiendo tan sólo la emulación de sí mismas, precisamente por ello empapaban todo acontecimiento y toda cosa presente. ¿Es la Tierra azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas, Paul Éluard, L’ Amour, la Poésie).
No discuto la legitimidad de preguntarse qué quiere decir Éluard en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que lo esencial en tal decir no es de orden epistémico, que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial al espíritu humano y al que Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora. Otra cosa es que los acontecimientos afortunados o desventurados, y de hecho ya porosos al lenguaje (pues de lo contrario no serían acontecimientos para el hombre) den a este la ocasión de su propio despliegue: “Porque la piedra tiene simientes y nublados/ esqueletos de alondras y lobos de penumbra”.