Víctor Gómez Pin
La tesis implícita del bien pensante articulista del que me ocupaba ayer es que el trabajo intrínsicamente dignifica y así que la prostitución sólo podría ser legalizada si tuviera carácter laboral, cosa que el autor niega. Señalaré de pasada que no todo el mundo está de acuerdo. Precisamente la condición de trabajadoras de las prostitutas es puesta de relieve por personas caracterizadas por una eficaz y efectiva denuncia de los abusos de los que son víctimas estas mujeres, abusos que no personifican sólo los clientes ni los alcahuetes, sino en ocasiones la misma administración. Pero hoy no me interesa tanto la cuestión particular de la prostitución como la general del trabajo:
El cliente del prostíbulo sería culpable de homologar la capacidad de la mujer de excitar su libido y entonces adquirir lo que se ofrece, mientras que el (o la) cliente de la sección de perfumería de un gran almacén no tendría responsabilidad moral alguna por su contribución a que una muchacha de 20 años consuma literalmente su juventud (y cubra sus piernas de varices) en diez horas cotidianas de obligada compostura, con prohibición de tomar asiento en un frustro taburete en razón de la mala imagen que ello produciría.
Hay algo más que farisaica moralina en todo esto. Hay una tentativa de obviar que ciertas modalidades de trabajo, por desgracia perfectamente convencionales, embrutecen a la persona que lo ejerce y envilecen al que meramente no lo combate, a fortiori al que lo facilita y obviamente al que se beneficia del mismo. Que en un mundo donde sólo el mercado es sagrado, se considere que el mercado del sexo envilece no deja de tener guasa.