Víctor Gómez Pin
Se quejaba Nietzsche de que la atmósfera en la que se complacía el hombre europeo se había vuelto irrespirable y pedía abrir las ventanas. Tratándose de un pensador tan irreductible a la categorización, es difícil aventurar cuál era a su juicio la principal modalidad de pozo negro en causa. Pero más difícil todavía sería determinarlo respecto a lo que está pasando en nuestro tiempo, en el cual mandamientos incompatibles con la evidencia de nuestra singularidad son promulgados como corolario de la civilización europea. El humanismo es puesto en tela de juicio en una cultura que se autoproclama cima de la civilización; civilización concebida como progreso en una historia evolutiva en la que se considera que la aparición del hombre no supondría salto cualitativo mayor. Ello acarrea una serie de interrogantes:
¿De qué huimos cuando nos negamos a ver lo singular de nuestra condición (animal sí, pero dotado de razón… inteligente sí, pero indisociable de la vida) y nos complacemos en homologarla a otros seres vivos o a entes artificiales? ¿Qué consuelo alcanzamos y cuál es el precio que pagamos por el mismo? ¿Qué inversión de valores sustenta este repudio, con implicaciones incluso a la hora de posicionarse en un sentido afirmativo o en un sentido nihilista sobre la (¡inevitable!) vida en comunidad? ¿Qué ha pasado para que hoy quepa ser relegado a los arcenes de la consideración social por el hecho de reafirmarse en la propia humanidad?