Víctor Gómez Pin
Entre los problemas metafísicos por excelencia está aquel al que alude el “Génesis” en uno de los relatos mayormente configuradores de nuestra civilización: la serpiente doblega la prudencia de nuestros primeros ancestros con la promesa de plenitud que resultaría de consumir un fruto de un árbol ubicado junto al de la vida en el centro del Paraíso.
Resulta que la manzana encerraba una promesa de saber, y sabido es Aristóteles, como tantos otros de los grandes del pensamiento y del verbo, erige la exigencia de saber en marca distintiva de nuestra condición. De ahí lo pertinente de recordar (como lo hacía Javier Echeverría en un libro titulado precisamente Ciencia de Bien y de Mal Herder Barcelona 2007) que Eva representa el primer arquetipo de quien “prefirió el conocimiento a la sumisión”, o sea, del filósofo.
Muy antigua es la tradición de enfrentarse a los problemas comunes a todos los hombres (es decir, los que con legitimidad pueden ser tildados de filosóficos), apelando a la modalidad de rigor que caracteriza al método geométrico. Y en tal tradición el libro de Javier Echeverría nos presenta ni más ni menos que una ciencia del bien y del mal expuesta “more geométrico”. Todos los conceptos que operan en el libro son aquí analizados, justificados y, sobre todo, fertilizados, configurando definiciones, axiomas, postulados, teoremas… en suma: lo que de forma arquetípica, desde Euclides al menos, se articula como texto matemático-científico. El autor indica que esta exposición “more geométrico” será posiblemente la parte del libro vivida por el lector como más problemática y hasta “intempestiva”. Y en efecto, la moraleja del castigo y la vergüenza viene a indicar que, tratándose del bien y el mal conocer, e incluso aspirar a ello, es lo que está esencialmente prohibido
Se computa, describe y prevé el comportamiento del átomo de hidrógeno…pero se desespera de llegar a describir, computar y hacer previsiones respecto del conjunto de variables que permitirían emitir un juicio apodíctico sobre lo moralmente fundado de la decisión del presidente George Bush de comprometer a sus país en el pantano iraquí, embarcándose en una guerra que fue origen de una cadena de desastres que aún perdura. Cabría, en suma, una ciencia de la naturaleza, pero no cabría una ciencia del bien y del mal, ante lo cual algunos se rebelan, ampliando para ello suficientemente el concepto de ciencia, y dialectizando lo que cabe entender por bien y por mal.
Pues bien: hay razones para pensar que el sujeto último de la ética no es susceptible de convertirse en objeto de la ciencia natural, y ello por la razón más general de que es imposible su mera reducción a objeto. Y desde luego, en tal posición se repudia la presentación de la ética como una suerte de aplicación de la disposición científica, afirmando con radicalidad que, en todo caso, más bien se trataría de lo contrario:
La ciencia misma sería un resultado de la singularísima disposición que se da en el ser humano (y sólo en el ser humano) que cabe tildar de ética, es decir, de subordinación de los lazos con el entorno natural, con los demás humanos y hasta con uno mismo a exigencias que no se hallan determinadas por la darviniana lucha por la subsistencia.
Y digo que la ciencia misma es una prueba de tal disposición, entendiendo por ciencia esa tarea motivada por puras exigencias de inteligibilidad que tantas veces he reivindicado en estas páginas.
En ocasiones, el ser humano asume la singularidad de su condición, situando la inteligibilidad de sí mismo y del entorno como motor de su comportamiento. Mas si tal comportamiento es un caso específico de actitud ética, entonces la ética no puede ser una consecuencia más de que la inteligibilidad ha sido alcanzada; la ética no puede ser una modalidad entre otras del saber actualizado, y en definitiva: la disposición que se designa como ética no puede ser objeto de ciencia, porque en la misma reside la condición de posibilidad de la ciencia.
Hay ciencia como consecuencia de que se da esa exigencia de lucidez que es reflejo de la disposición general del espíritu que denominamos ética. Cuando Einstein se esfuerza en arrancar al misterio aquello que se conocía como efecto fotoeléctrico (que al poner en entredicho la teoría ondulatoria de la luz, parecía introducir la contradicción en el seno de la física), está sentando una de las mayores revoluciones conceptuales en la historia del pensamiento…sin que haya ningún imperativo práctico que encuentre solución en dicha teoría. Así Einstein accede al Premio Nobel por haber alcanzado a explicar algo (a saber, que la luz en ocasiones funciona como si fuera un conjunto discreto de partículas) que no satisface otra cosa que la exigencia misma de explicación.
Y lo mismo cabe decir de la otra gran teoría einsteniana, la relatividad: la demolición de la tesis del carácter absoluto de tiempo y espacio, no venía a resolver ningún problema acuciante relativo a la subsistencia de los seres humanos ni al adecentamiento del marco en el que transcurren sus vidas. Venía tan sólo a dar satisfacción al deseo de transparencia y de coherencia, arrancando a la física del abismo en el que la había sometido la constatación de que los hechos, los fenómenos, no casaban con el armazón teórico a partir del cual eran interpretados.
Y el argumento se extiende a tantas y tantas teorías científicas que han enriquecido la historia de la humanidad. Cabría por ejemplo decirlo de la teoría cantoriana de los números transfinitos, recordando al respecto la sentencia de Hilbert relativa a que en ella se hallaría en juego “la dignidad misma del espíritu humano». Esta referencia a los valores en un texto matemático resulta poco sorprendente en la perspectiva considerada de que la existencia misma de la ciencia es muestra privilegiada de que se da en el ser humano una disposición ética.