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El cazador de avispas

Por 2 de junio de 2008 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Víctor Gómez Pin

En el seno de los estados modernos persisten comunidades reacias a que sus hijos sean inscritos en los registros, civiles o eclesiásticos, que cifran la edad escolar, la responsabilidad penal, la incorporación a filas, la fecha de jubilación y finalmente, como corolario de todo ello, el intervalo estadísticamente acotado en el que, para cada uno de los así consignados, se reduce el intervalo de incertidumbre sobre la hora administrativa de la muerte.

Así todos los esfuerzos de la administración franquista para tener archivada -y por ende controlada- a la entera población toparon con la resistencia tozuda de la comunidad gitana, parte de la cual era  poco propensa a  plegar el ritmo de sus vidas a los tiempos administrativos de la escolaridad y menos aun de la entonces obligatoria mili. Imagen retrospectiva de muchos de los sin papeles que hoy colorean con nuevos acentos las lenguas peninsulares, intentando conciliar el temor a ser repudiados con el imperativo de no ser meramente absorbidos.

Hace dos meses, amigos de diferentes lugares nos reunimos en San Sebastián para comer y beber evocando a Ferrán, quien había plantado cara a los mandamientos del cambio corruptor (expresión aristotélica para designar al Tiempo) encontrando en el mar, en Kant, en las mujeres, y en los misterios de la biología (disciplina a la que se había dedicado en los llamados años mozos) mayor aliciente a los sesenta años que a los veinte. De tal manera Ferrán pareció en ocasiones ser cada vez menos asentado y maduro, lo que le convertía en impagable compañero de conversas filosóficas, conciliábulos de resistencia a la genuflexión (que se nos predicaba como inevitable) y algunas juergas. Pues bien: en esa reunión de San Sebastián, Agustín García nos recordaba que, de resignarnos a que Ferrán hubiera un día nacido administrativamente… nos haríamos también notarios de su oficial muerte.

Mas la inscripción civil o eclesiástica cristaliza en un hecho esencial: el nacido como potencial ser de razón y palabra, el nacido como potencial "medida de todas las cosas", queda archivado como un nombre, un nombre que aspira a ser unívoco, un nombre propio. Es el portador de tal nombre (cuyo peso inútilmente intentan paliar los motes o nombres cariñosos surgidos en el entorno) el que queda adscrito a etapas fijadas, tanto respecto al enfoque de su vida como al enfoque de su muerte. Es para el portador del nombre propio que la madurez tiene su hora, que la jubilación llega y que se ciñe progresivamente el acotado intervalo en el que la muerte acontece.

Mas es también el portador de tal nombre quien vampiriza y convierte en patrimonio los frutos del ser de palabra, frutos ya desgraciadamente indiscernibles de tal vampirizador. Y así el decir tan modesto como lúcido de Agustín García es atribuido a otro Agustín. Agustín de nombre compuesto y capataz entre otros capataces en el ejército de las jerarquías culturales, que convierte en patrimonio la palabra que no debiera tener dueño, consiguiendo así  esterilizarla.

En la prehistoria de cada uno hay un nombre que no necesariamente se confunde con el nombre que ha marcado su historia, no necesariamente se confunde con el nombre propio. Renunciar a este último es quizás abrir la puerta a la restauración de un tiempo en el que no había Dios ni salvación… simplemente porque había plenitud de la palabra y acuidad de la percepción mediatizada por ella. Renunciar al nombre propio es quizás reencontrar un niño cazador de avispas.

Un niño que, cuando el insecto se estabilizaba en una rama, alargaba su brazo con pericia acentuada por la ausencia de toda inquietud. Ya la presa entre sus dedos, la observaba vinculando la curiosidad analítica y comparativa del clasificador al estupor elemental ante la presencia misma del ser y de las formas. Renunciar al nombre propio reabre quizás una ventana a aquel paisaje en el que no había  Dios,  pero sí duendecillos y divinidades que daban sentido a los pequeños misterios entre los que transcurría una cotidianeidad que el niño sabía ya  poblada de inevitables  vicisitudes dolorosas… que nunca eran definitivas, pues tras ellas acontecía  siempre algo portador de promesa y de fiesta. De ahí que, ante el dolor un día producido por la imprevista reacción del insecto, el niño se armara de prudencia y de juicio, sin quedar paralizado por el miedo y sin caer  así en el  resentimiento que conduce tanto  al repudio de la naturaleza como de la palabra, repudio en suma de la entera y quebrada matriz de la condición humana.    

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Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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