Víctor Gómez Pin
Entre el discurso sobre la creación y la creación en acto hay la misma -abisal- distancia que se da entre un discurso sobre las implicaciones de la ciencia y el acto de ver surgir tales implicaciones de una experiencia o de un concepto. Supongamos que un respetado interlocutor nos declara: "De la teoría de la relatividad se deduce que el continuo pasar de un tiempo en el que las cosas y nosotros mismos se hallarían inmersas constituye una suerte de espejismo, una ilusión mental." Hemos entendido el significado de la frase y ,dada la confianza que nos inspira quien la profiere, sentimos una especie de inquietud impregnada de curiosidad que nos llevará quizás a intentar la lectura del texto original de Einstein (1905) en el que la relatividad restringida se enuncia. Supongamos que nuestra formación matemática es escasa. Al ver sin embargo que las fórmulas no parecen encerrar excesiva complicidad simbólica, nos sentimos animados y buscaremos la ayuda técnica (reitero que accesible) que nos permitirá la comprensión del texto. Avanzando en éste llegará un momento en que se hallarán ante nosotros las fórmulas de las que se infiere la elasticidad de tiempo y espacio, su sumisión al contexto referencial en el que operan, y en esta aprehensión a través de un concepto propio de lo que está realmente en juego …experimentaremos la misma emoción que Einstein.
Cabe imaginar a Einstein estupefacto ante la evidencia conceptual de que tiempo y espacio no pueden ser lo que nuestro "sentido común" (que vendría determinado por la intuición trascendental de Kant cuyo contenido- tiempo y espacio absolutos– sería la condición de posibilidad de la experiencia) nos indica. Esta emoción de Einstein no será nunca compartida por quien responde a la actitud genuflexa consistente en decirse: "Einstein afirma que tiempo y espacio carecen de objetividad física, y que puede mi pobre sentido común frente al decir del gran Einstein". Mas por el contrario el estupor de la persona que ha superado la tiniebla de la mera opinión para contemplar él mismo lo que a Einstein deslumbraba, el estupor de la persona que ha accedido a ese orden simbólico que pone en entredicho lo que la percepción inmediata sigue indicando (hay un marco absoluto y euclidiano en el que las cosas- incluída esa cosa que yo mismo constituyo- se insertan y devienen) no difiere en lo esencial del estupor del propio Einstein.
La misma emoción que Einstein en razón del contenido que efectivamente, sin acto de fe, es ahora nuestro. Pero quizás más importante fue un momento anterior, aquel en el que nos decidimos a vencer la inercia que impide ver en la simbolización matemática un abismo que separa en lugar de un puente, que además tiene peso propio, vale por sí mismo. Esto se hace todavía más evidente cuando animados por la experiencia precedente y picados por una curiosidad aun mayor, nos decidiremos a enfrentarnos a la relatividad general, cuyas consecuencias para la visión clásica o convencional de lo que es la naturaleza son aun mucho más revolucionarias.
Aquí ciertamente se constatará de inmediato que la dificultad técnica es mayor, que la simbolización matemática exige ya- para el no familiarizado con esta disciplina- un esfuerzo que puede llegar hasta la ascesis. Aquí pueden contar muchas cosas, puede por ejemplo acudir a la mente el prejuicio del colectivo matemático conocido como Bourbaki, para el cual la capacidad de simbolización que exige la matemática está ya seria e irreversiblementemente diezmada a partir de los treinta años. Pero si perdura algún rescoldo de resistencia al reducionismo en el caso de los seres humanos, si se estima que medir el diente a un ser humano además de canallesco quizás sea inadecuado como método de evaluación, entonces las matrices, las métricas de Gauss y los tensores no serán irreductibles fortalezas, sino aliados cuya confianza hay que ganarse, y que nos permitirán (en la alianza de rigor y belleza formal que la propia matemática constituye) aprehender en un concepto propio que ni siquiera uniendo tiempo y espacio podemos considerar que alguna urdimbre tetra-dimensional constituiría el marco finalmente vacío y euclidiano en el que las entidades de nuestro entono se desplegarían.
Y aquí el simbolizar será lo más preciado, en razón de que simbolizar cuando todo parece dificultar la simbolización es una manera fundamental de instaurar lo menos probable, es decir, invertir el proceso que constituye lo esencial del tiempo. La situación es particularmente cristalina cuando la dificultad por simbolizar no depende de elementos nuevos de información, cuando se trata de hurgar en lo que ya se tiene con vistas a que emerja lo que aun no está presente. Pues si se alcanza a pensar sin refuerzo exterior aquello que no se pensaba ( y que nunca se hubiera pensado si el espíritu se comportara como las entidades físicas inmediatas ) se está pasando de lo más probable (la situación de infertilidad ) a lo menos probable, y así venciendo la segunda ley de la termodinámica.