
Víctor Gómez Pin
Dice el tópico que los políticos tienen la libido canalizada hacia el poder, y alguno de ellos como el cínico (y canalla) Kiessinger llegó en una ocasión a afirmar que, al menos en su caso, así era efectivamente. Así pues los políticos habrían dejado de experimentar la diferencia sexual como polaridad clave; a fortiori se sentirían completamente ajenos a esas personas para las que la sexualidad juega en sus vidas casi el papel de una causa final.
Conviene precisar que la tesis no es puesta en entredicho por los casos frecuentes en los que un político ejerce su poder para mejor encontrar partenaires, o incluso traiciona sus pretendidos idearios puritanos acudiendo a un lupanar. Se diría que se trata de políticos falsos, como falso banquero sería aquel que creyera poder utilizar el dinero para algún tipo de personal beneficio: el banquero que no tuviera en el capital y su reproducción la causa final de su actividad; el banquero, en suma, que no tuviera en el dinero su Dios. Al respecto me viene siempre a la cabeza el caso del Père Grandet, personaje de Balzac al que un sacerdote cree convertido porque, al administrarle la extremaunción, se alza a besar la imagen de Cristo… se trataba simplemente de que el crucifijo era de oro.
El político de raza amaría el poder por si mismo, al igual que el banquero digno del nombre sólo hace genuflexión ante el oro. Propio de pequeños burgueses sería querer tener dinero para usarlo, y de espíritus mediocres querer el poder para obtener beneficios en algún registro parcial.
Mientras escribía las líneas anteriores me preguntaba si debía referirme al político en general o los políticos del género masculino. Me preguntaba, en suma, si la concepción imperante de la política no hace de ella algo intrínsicamente masculino. Ciertamente hay mujeres profesionales de la política, pero también hay mujeres soldado, mujeres policía o mujeres banquero, sin que desaparezcan las razones para afirmar que (en el estado actual de cosas) la entrega de una mujer a una de estas profesiones responde a una suerte de deslizamiento hacia actitudes miméticas de las que, desde niños, interiorizan los hombres.
Habrá otro momento para discutir este asunto, preguntándose si a través de todo ello se consigue realmente algún tipo de homologación entre los sexos, o si más bien se trata de una nueva superchería, otra artimaña para blindar la relación de fuerzas imperante en el mundo, otro mecanismo que sería urgente desmontar. Para no entrar de momento en este berenjenal me limitaré a decir: los políticos del sexo masculino dejarían, según el tópico, de tener la polaridad sexual como referente último y ello les permitiría canalizar su libido hacia el poder.
La pregunta puede entonces formularse con toda precisión: ¿puede un político realmente realizar plenamente estas modificaciones de las funciones de la libido? Y de manera más precisa: ¿puede realmente la libido masculina tener otro objetivo que la mujer? ¿Hay algún hombre para quien la mujer no sea, en lo profundo, la referencia final?
Sin duda alguien respondería que la mera constatación de la homosexualidad masculina da testimonio de que efectivamente la libido de los hombres puede ser objeto de toda clase de transformaciones, puede cambiar de objeto y puede ser sublimada en abstracciones como las relaciones de poder económico o la política. Pero esta apoyatura en la homosexualidad no es excesivamente convincente. Pues una cosa es constatar el fenómeno de la atracción que un hombre ejerce en otro hombre y otra muy diferente es concluir que esta atracción ha sustituido pura y simplemente a la atracción (o repulsión, como patológica degeneración de la anterior) que inevitablemente ejerce, en el origen, la mujer. Hay más de una razón para suponer que la homosexualidad masculina se superpone (quizás enmascarándola) a la sexualidad masculina propiamente dicha, la cual no tiene siquiera sentido sin referencia al sexo correlativo.
Sospecha que se extiende asimismo a la pretendida derivación de la libido hacia el poder. ¿Consigue realmente el político derivar la sexualidad, o simplemente enmascarar el radical e inevitable anclaje de la misma en la mujer? La impresión de falacia que, tan a menudo, el discurso de los políticos produce encuentra posiblemente aquí un elemento de explicación.