Víctor Gómez Pin
La genética ha venido a asentar sobre bases rigurosas la naturalización del animal humano que supuso la teoría evolucionista. Pues por convincente que parecieran desde el origen las hipótesis darwinianas, se da obviamente un paso de gigante cuando se logra determinar las mutaciones precisas que nos fueron separando de especies cercanas a partir del común ancestro. Y como indicaba en la columna anterior el enorme paso que supone haber establecido el genoma del hombre de Neandertal, comprobándose que compartía mutaciones determinantes de rasgos que (a priori y sin excesiva reflexión) tendíamos a considerar exclusivos de nuestra especie hace que, a menos de repudiar la ciencia natural de nuestra época, no haya manera de sostener un discurso, sea filosófico o ético, que no pase por la plena asunción de nuestra pertenencia al orden exclusivamente natural.
Y sin embargo avanzaba en la columna anterior que un escollo puede surgir, procedente precisamente de la ciencia natural, en otra de sus ramas.
Sin tomar partido ( o al menos sin hacerlo todavía ) respecto al problema, precisaré que si de la teoría cuántica pudiera efectivamente inferirse un argumento decisivo en favor de la tesis de Protágoras, ello supondría cuando menos un replanteo de la evolución en el sentido de introducir un radical momento de discontinuidad en la misma: momento en el que la evolución meramente natural vendría perturbada por el lenguaje y la techné: el lenguaje abriendo las puertas a la posibilidad de que la naturaleza pueda encontrar reflexión; la techné modificando los frutos de la naturaleza y complementándolos con otros que ya nada tienen de naturales.