Víctor Gómez Pin
En la columna anterior señalaba que esa emergencia (esa ruptura respecto a los códigos de señales aptos a facilitar la adecuación de los seres vivos, que supuso la aparición del ser de razón y lenguaje) no dejaba de ser un resultado de la evolución natural y enfatizaba el hecho de que tal no es el caso de las entidades inteligentes caracterizadas como artificiales. Añadía la hipótesis de que el progreso en la inteligibilidad se da en el seno de la facultad de razonar y no constituye una evolución de la facultad misma. Señalaba incluso que en ciertas expresiones del espíritu humano ni siquiera cabe hablar de progreso, que este no es el concepto propio para expresar la distancia de Altamira a Picasso, o de Esquilo a Lorca.
De ahí que la inteligencia del matemático y pensador Mohamed Ben Musa (denominado El de Juarismi y en recuerdo de cuya comarca de origen se fragua la palabra algoritmo) no pueda ser confundida con uno de esos algoritmos concretos que dan contenido a la inteligencia artificial. Pues estos, obviamente, no se darían sin la secuencia que va del campesino que sin necesidad de escuela sabe que le falta una vaca (lo sabe por defecto en la biyección, cuando en el establo percibe una pila sin animal) hasta Alan Turing, pasando por el propio Al Juarismi y su Libro conciso sobre el cálculo. Sin ellos desde luego no hubieran surgido nunca entidades tan sorprendentes como AlphaFold2 (capaz de prever la modalidad de pliegue de los polipéptidos de una proteína). Preeminencia causal que se añade al hecho de que los evocados protagonistas humanos son efectivamente representantes de lo que fue un momento de radical discontinuidad en la historia de la evolución mientras que AlphaFold2 es efectivamente un artificio. Queda por ver si tal artificio puede efectivamente homologarse a sus creadores en capacidad de intelección, capacidad de creación y capacidad de regular su comportamiento por imperativos éticos.