Víctor Gómez Pin
Frente a la gran estatua de Lenin, en la plaza de Vladivostok que ha sido marco de numerosas manifestaciones emblemáticas de la historia de la ciudad, se hallan las vías del ferrocarril transiberiano, sobre las cuales el bello edificio de la estación erigida en 1912, inspirándose en edificios representativos de esa Rusia central, tan cercana en espíritu y tan alejada por la geografía. En paralelo se encuentra la Morskoy Vokzale, la estación marítima, que tan sólo unos metros separan de la primera, de tal manera que en Vladivostok esos dos emblemas del viaje que son el ferrocarril y el barco parecen tener raíz común.
Atravesando a lo ancho la estación marítima se sale a una amplísima terraza volcada sobre la Zolotoy Rog, esa bahía principal a la cual he venido refiréndome. La gente se acerca a esta terraza, no ya como en tantos otros lugares de Vladivostok a contemplar el mar-aquí omnipresente- sino también a contemplar los barcos que se desplazan y los barcos anclados, empezando por los allí tan cercanos, de color casi negro de la flota de guerra.
Por boca de Ismael, el Narrador de la tragedia, Melville señala que desde un arroyo de montaña a la península de Manhatan, allí dónde hay agua hay para los hombres un fascinante polo de atracción. Cuando ese polo es el mar, la fascinación se confunde a veces con la que ejercen los abismos. Pues con el mismo espíritu con el que los habitantes de las costas se acercan a los acantilados, los ciudadanos de Ronda acuden una y otra vez a la alameda de la ciudad, cuyo extremo se abisma en unos campos que se confunden con el mar. Mas desde esta terraza sobre la Zolotoy Rog de Vladivostok no se contempla quizás tanto el mar como los barcos, lo que abisma no es tanto la imagen de la profundidad como el fantasma de dejar la tierra.
A modo de nota complementaria, presento aquí de nuevo el capítulo 23 de Moby Dick, que bajo el título The Lee Shore (la costa a sotavento, o la costa- refugio) se dedica en exclusiva al personaje de Bulkington, un hombre sellado por esta pulsión de huir de las seguridades de la terra ferma.
"Algunos capítulos atrás hablé de Bulkington, un marinero de larga estatura que estaba recién desembarcado y que encontré en la posada en la que me albergué en New Bedford . Pues bien: en aquella gélida noche invernal, mientras la proa del Pequod rasgaba las olas amenazantes del océano, ¡ quien veían mis ojos sino a Bulkington¡, de pie ante el timón.
Contemplé con mezcla de amistoso respeto y de temor al hombre que, en el rigor del invierno, y que apenas había tocado tierra tras un peligroso viaje de cuatro años, volvía, sin darse un reposo, a la aventura de un nuevo periodo de navegación. La tierra parecía arder bajo sus pies. Las cosas maravillosas son siempre inenarrables; los recuerdos profundos no producen epitafios; este corto capítulo es el memorial sin lápida de Bulkington. Básteme decir que le ocurría a Bulkington lo que al buque míseramente sacudido por la tormenta a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le ofrece socorro; el puerto es acogedor; en el puerto hay seguridad, confort, calor de hogar, cena apetitosa, amigos, todo cuanto es caro a nuestra existencia mortal. Pero en la tormenta, el puerto, la tierra, es para el barco el más directo enemigo. El barco debe huir de su hospitalidad, puesto que si su proa tan sólo llegara a rozar la costa, se destrozaría por entero. Así, hará lo imposible por tender sus velas hacia mar abierto, y huirá de los vientos que le conducirían a la costa acogedora; busca de nuevo la agitación de un mar desamparado, pues, en la tormenta, tras el refugio se cierne el peligro, su único amigo es su más acerbo enemigo.
¿Conoceis ahora la especie de los Bulkington? Os parecerá entonces vislumbrar esta mortal e intolerable verdad: que todo pensamiento profundo y severo no es sino el intrépido esfuerzo del alma por mantener la abierta independencia de su propio mar, mientras que los más furiosos vientos del cielo y de la tierra conspiran por arrastrarla hacia la orilla traidora y servil.
Pero sólo en la soledad del mar sin orilla reside la verdad más alta, tan in-acotada e indefinida como el mismo Hacedor: antes perecer en esta infinitud que ser arrastrado sin gloria a sotavento, ¡incluso aunque la salvación resida en ello¡ Pues,¿quién quisiera, como un gusano, arrastrarse cobardemente hacia la tierra? ¡Terror de los terrores¡ ¿Será vana toda esta agonía¡ ¡Coraje Bulkington, coraje¡ ¡Mantente inexorable, semidiós ¡ Pues de la espuma de tu mar oceánica, indomable, emerge tu apoteosis