Víctor Gómez Pin
Durante un tiempo este blog se fue alimentando de una reflexión sobre la función de la escritura, concentrada en la obra de Marcel Proust. Recientemente mi amigo José Lázaro (últimamente convertido en polo dialéctico de las tesis que voy avanzando) tuvo ocasión de leer el texto en el que sistematizaba lo aquí expuesto, y en una carta reciente me escribe:
"Hay una simetría muy curiosa entre lo que has venido ahora desarrollando sobre Proust y lo que exponías en un libro anterior tuyo El hombre, un animal singular. Allí desarrollabas de forma sistemática la tesis teórica de la naturaleza esencialmente lingüística del ser humano. Ahora parece que apuntas a demostrarla de forma práctica a través del análisis del caso Proust. De ese tema proustiano de la palabra redentora me inquieta sobre todo un punto: el ejercicio de renuncia ascética que el creador/narrador realiza, apartándose tanto de la frivolidad social como incluso de los afectos humanos, para ponerse por completo al servicio del lenguaje, ¿no puede quizá llegar a confundirse con una negación de lo real inmediato a cambio de algo trascendente de carácter… religioso? Una alienación de lo sensible a cambio de un orden fantasmático. ¿No correremos el riesgo de convertir el lenguaje en la auténtica alma de los ateos?
Efectivamente el Narrador de La Recherche proustianase refiere en muchas ocasiones a un extraño sentimiento de dicha, que no sería en definitiva otra cosa que la manifestación de que, en un momento dado, ha habido simplemente suerte: esa suerte consistente en que, cualesquiera que sean las vicisitudes por las que atravesamos, la palabra discurre libremente a través de las mismas, se sirve de ellas para fortalecerse y, como simple corolario, hace que nos reconciliemos hasta con las más duras causas de dolor, empezando por el sentimiento de finitud. A este Marcel Proust se dirigirían directamente las objeciones de José Lazaro. Intentaré en los próximos días responder con textos del propio Proust. Pero como muchos son los narradores y poetas que han experimentado tal dicha y en razón de idéntica causa, en razón de que sienten en ellos que la palabra prima, avanzaré hoy unos párrafos de uno de los indiscutiblemente grandes:
¡Bous Stephanoumenos ¡ ¡Bous Stephaneforos¡
El héroe de Joyce siente que, como resultado de la frase que acaba de pronunciar interiormente ("a day of dappled seaborne clouds"), el día, la entera escena natural que contempla y la frase misma se fundan en un acorde. Se apercibe entonces de que, más aún que los matices de narración y color, impacta en las palabras el aplomo, el equilibrio, la rítmica ascensión y caída de las mismas… Entonces Stephan Dedalus, oye su nombre extrañamente asociado a la lengua griega y tiene la certeza de su destino:
" -¡Stephanos Dedalos! ¡Bous Stephanoumenos ¡ ¡Bous Stephaneforos¡[…] Ahora más que nunca su extraño nombre le parecía profético […] creía sentir el sonido de tenues olas y ver una alada forma que las sobrevolaba, alzándose lentamente en el aire […] ¿Se trataba de una profecía sobre la tarea para la que había nacido, perseguida oscuramente a través de las brumas de su infancia y adolescencia, un símbolo del artista que, una vez más, en su taller, venciendo la inerte materia de la tierra, forja un nuevo, sublime, impalpable e imperecedero bien?
[…]Su alma se alzaba en una atmósfera que trascendía el mundo y sabía que su cuerpo, purificado por un nuevo aliento, irradiaba en unión con el elemento del espíritu […] Bramaba en su pecho el deseo de gritar fuertemente, el grito de un halcón o un águila en las alturas, un grito que percutiría los vientos, manifestando su liberación. Era la llamada de la vida a su alma, no la tan sonora como embotada voz del mundo de las dudas y la desesperación, no la inhumana voz que le llamaba al pálido servicio del altar.[1] […] Su alma se había liberado de su tumba de infancia, había liberado los flecos de sus vestidos atrapados en ella. ¡Sí¡ ¡Sí¡ ¡ Sí¡, desde el poder y la libertad de su alma, al igual que el artífice cuyo nombre compartía, crearía fieramente algo vivo, un nuevo, sublime, impalpable e imperecedero bien.(James Joyce A Portrait of the Artist as a Young Man)
[1] Esta llamada a servir al altar se la realiza a Stephen Dedalus uno de sus profesores de la Compañía de Jesús en razón de su piadosa actitud, que le hace un ejemplo para sus compañeros. Conviene enfatizar que esta ejemplaridad es resultado del terror que le produce el haber pecado, terror del que sólo se libera tras una confesión que aquí transcribo. Más de un lector español, fuera o no creyente en su adolescencia reconocerá la turbia atmósfera del diálogo entre confesor y adolescente:
-How long is it since your last confession, my child?
– A long time, father.
– A moth, my child?
– Longer, father.
-Three months my child?
– Longer father.
-Six months?
– Eight moths, father.
He had begun. The priest asked:
-And what do you remember since that time?
He began to confess his sins: masses missed, prayers not said, lies.
-Anything else, my child?
There was no help. He murmured:
-I…committed sins of impurity, father.
The priest did not turn his head
-With yourself, my child
– And… with others.
-With women, my child?
– Yes father
[…]-How old are you, my child?
– Sixteen, father.
The priest passed his hand several times over his face…