Víctor Gómez Pin
Un eminente físico de nuestros días, a cuyo nombre se asocian experimentos de un tremendo peso a la hora de intentar entender realmente los mecanismos que rigen el orden natural, confesaba su ignorancia en relación a algunos de las referencias clave de la historiografía filosófica., entre ellas algún pensador pre-socrático del que (tras la vacua información recibida en los años escolares) había olvidado casi hasta el nombre. Ello no fue óbice para que se sintiera inmediatamente interesado cuando se le dijo que las preocupaciones del pensador griego no eran muy alejadas de sus propias reflexiones sobre las consecuencias de sus descubrimientos en física, y que con una suerte de inocencia le llevan a responder a una interlocutora: "Me gusta decir, que hay dos libertades: nuestra libertad y la libertad de la naturaleza. Nosotros somos libres de preguntarle a la naturaleza lo que queramos, pero la naturaleza también tiene la libertad de darnos las respuestas que quiera, sin olvidarnos que nuestra pregunta limita las posibles respuestas que la naturaleza puede darnos".
Lo que homologa al físico austriaco Anton Zeilinger con algunos de los pensadores de la Grecia presocrática es de alguna manera la manera ingenua de abordar las cuestiones más tremendas, las cuestiones literalmente metafísicas, convencido como está de que "siempre es más importante la pregunta de nuestros hijos que nuestra respuesta", y siendo obvio que tras el niño que se interroga no se esconde la motivación del erudito
El planteamiento ingenuo de interrogaciones está mal considerado por el mundo cultural y desde luego por el académico. Se ha instalado subrepticiamente la idea de que para tener derecho a avanzar alguna de las interrogaciones que ocupan a filósofos, científicos, artistas, o a todos a la vez, hay ya de entrada que estar bien informado. Más que ser una persona tensada por lo desconocido e inquieta sobre su ser y su entorno, se exige de entrada ser una persona culta y hasta una persona erudita. Esto alcanza, desde luego, al mundo académico: un especialista en genética, por ejemplo, no sólo se siente incompetente para emitir una opinión sobre algún interrogante de interés general pero técnicamente objeto de la física, sino para formular el interrogante mismo, siendo obviamente cierta la recíproca, es decir, el temor a meter la pata del físico tratándose de uno de los abismos filosóficos a los que conduce la genética.
Se presupone que la información ha de preceder a la interrogación…incluso tratándose de las interrogaciones más universales, cuya temática concierne a todos y cada uno de los humanos (otra cosa es que-como hemos visto- se hayan visto forzados a repudiar de sus vidas tales interrogaciones). Ante este estado de cosas, se impone tomar posición:
Cabe eventualmente sentirse abrumado por la complejidad de los instrumentos con los que especialistas de una u otra materia (también curiosamente los filósofos, que no son especialistas de materia alguna, aunque deban alimentarse de muchas) abordan ciertos problemas cuyo origen es sin embargo muy elemental, pero no hay en absoluto que sentirse abrumado ante la cuestión misma, que no sólo todo el mundo está en condiciones potenciales de abordar, sino que probablemente ya ha abordado alguna vez. La formulación de una interrogación cabalmente filosófica nunca puede ser sofisticada en los términos. Ejemplo:
¿Hay o no hay una realidad física exterior, que seguirá tras mi eventual desaparición y la desaparición de todos los demás humanos, cuya percepción de esa realidad coincide aparentemente con la mía? Los instrumentos para responder en uno u otro sentido a esta pregunta cubren hoy miles y miles de páginas de sesudas revistas filosóficas o científicas y han sido esgrimidos como armas por algunos de los científicos más importantes del siglo veinte…pero la pregunta sigue siendo sencillísima y todo el mundo es susceptible de sentirse interpelado por la misma, hasta el punto quizás de que, si su vida material y social se lo permitiera, acuciado por tal interrogación, empezaría a ahondar en los escritos eruditos, y se dotaría de los argumentos para entenderlos. Disposición de espíritu por la cual la erudición misma alcanzaría un sentido, pues se mostraría como instrumento para lo que realmente importa y no como fin en sí. Reitero la tesis, clave en esta reflexión: la información es no sólo válida, sino imprescindible cuando constituye un arma para abordar un objetivo esencial; pero disponer de información por el hecho de estar informado no tiene más interés que el que tiene para un saco estar lleno de patatas o de piedras. Pero el espíritu humano no es un mero recipiente, esa tabula rasa a la que se refiere críticamente Steven Pinker. El espíritu humano es una estructura en la que se articulan múltiples facultades que pugnan por desplegarse y el primer objetivo ha de ser precisamente el de vencer la inercia que impide tal despliegue.