Víctor Gómez Pin
El Gran Inquisidor, Pedro Arbuez de Espila desciende al calabozo dónde se encuentra el rabino aragonés Aser Abarbanel, torturado sistemáticamente desde un año atrás bajo la acusación de usura, pero sobre todo en razón de su negativa a abjurar de sus creencias. La dignidad que atribuía a su filiación talmúdica le confería fuerza para tal entereza, que impresionaba a Pedro Arbuez de Espila, hasta el extremo de que lamentaba profundamente que un alma tan noble se viera excluida de la salvación.
Arbuez de Espila anuncia al prisionero que al día siguiente contará entre los 43 destinados ese día al quemadero, con el fuego a una distancia suficiente para que -arrojando a intervalos jarros de agua a las víctimas- la muerte no llegue antes de dos horas, tiempo para que, ante la inminencia del fuego eterno, el condenado tenga la inspiración de demandar la gracia. Arbuez de Espila se despidió del rabino con un emocionado abrazo, mientras el fraile que le había torturado un año entero pedía excusas por no haber podido eludir tal deber.
En la desazón provocada por el siniestro anuncio, el prisionero fue de nuevo abandonado en la tiniebla. ¿Tiniebla? No absoluta, pues tras la puerta se entreveía un hálito de luz. "Una mórbida hola de esperanza" embargó al prisionero que, en efecto, constató que, sin duda por error del carcelero, el pestillo no se había deslizado. « La vieja esperanza susurraba en su alma, el dívino Es posible que reconforta en las mayores penurias" (le vieil espoir lui chuchotait, dans l’âme, ce divin Peut-être, qui réconforte dans les pires détresses). El prisionero se aventura en el exterior, trepa por la tortuosa escalera, extenuado y hambriento, en pos de la luz salvadora. Múltiples sobresaltos le hacen incluso pensar en volver a su sepulcro, mas "un nuevo vértigo de esperanza" le da fuerzas para avanzar hasta topar con una nueva puerta, constatando que esta se abre a un jardín y a una noche estrellada. ¡Correría toda la noche y al llegar a las montañas sus pulmones resucitarían!
En éxtasis extiende los brazos para alabar a su dios, mas entonces cree sentir que estos se retornan contra él…un pecho le abrazaba caritativa y afectuosamente: "Hijo mío, querías abandonarnos en la víspera del día en el que quizás alcanzarás la salvación" exclama Arbuez, mientras Aser Abarbanel se apercibe de que "todas las etapas de esta noche fatal no eran más que el previsto suplicio de la Esperanza".
Lo que precede es la simbiosis de un relato del poeta francés Villiers de l’îsle Adam que lleva directamente el título de La Torture par l’ espérance, cuya acción es situada en Zaragoza. En 1949 el músico italiano Luigi Dallapiccola compuso una ópera, a la que dio como título Il prigionero, basada esencialmente en el relato de Villiers de l’ île Adam, aunque con variantes argumentales que permiten un cambio significativo: la idea de que la libertad es posible es inducida en él cautivo por los propios carceleros, al comunicarle arteramente que los suyos están a punto de conquistar la ciudad. Particularmente punzante en la ópera es el momento en que (al revelarse que todo era una artimaña) el prisionero alza su queja no tanto contra sus torturadores, sino contra el hecho de haber sido vencido por la esperanza, haber obedecido-cabría decir-al Principio de esperanza, título de la obra fundamental de Ernst Bloch.
Entre el protagonista de Villiers de l’île Adam, Aser Abarbanel y el pensador alemán Ernst Bloch hay al menos tres puntos en común: ambos son judíos; ambos tienen un alto concepto de sus orígenes y para ambos la esperanza es un obsesivo tema de reflexión.
"Orgulloso de una filiación varias veces milenaria, orgulloso de sus antiguos ancestros- pues todos los Judíos dignos de tal nombre son celosos de su sangre", escribe de l’île Adam de su protagonista. En cuanto a Bloch, considera a los judíos como símbolo del espíritu de utopía y celebra el despertar del orgullo judío como resultado del renacer en ellos de la conciencia mesiánica, corolario del hecho mismo de que su religión se haya construido sobre la idea del "Mesías por venir", (no se trata para Bloch de Cristo, mero profeta), lo cual nos lleva al tercer punto de coincidencia entre ambos: la esperanza, dado que el mesianismo (opuesto al gradualismo característico de la idea de progreso social) aparece como el ingrediente fundamental en Geist der Utopie, El espíritu de la utopía, escrito por Bloch en 1918, de tal manera que la motivación para el combate no sería el mero alcance de tiempos mejores, sino el fin de los tiempos, interpretado como apocalipsis o advenimiento del reino de Dios
La idea del apocalipsis es que el entorno físico forja ilusiones que nos alejan de Dios, de ahí que el fin de los tiempos sea a la vez emergencia (de la verdad) y destrucción (de la Tierra). Evocando a Tomas Münzer, que encabezó la guerra de los campesinos en el siglo XVI, el Espíritu de la utopía muestra afinidad con la idea de que no se trata de luchar por mayor plenitud, sino por una radical metamorfosis. Hay en Bloch huellas indudables de transposición secular de este esquema, a la hora de discutir qué sentido habrían de tener las luchas sociales de su época.
Para Bloch la apuesta por el futuro, sustentada en lo que uno de sus intérpretes denomina el "sabor de la esperanza", es no sólo una condición necesaria de vitalidad, sino también del trabajo creativo. Su libro El principio de esperanza es una reflexión sobre lo potencial, sobre lo que es susceptible de advenir y a lo que el autor apuesta: un mundo liberado de los males contingentes generados por la alienación social de los humanos, pero también un mundo rico en realizaciones artísticas, musicales, religiosas, técnicas, médicas, cognoscitivas en general y… filosóficas; en suma: apuesta por la actualización de la potencial riqueza, material y espiritual del ser humano, apuesta que la esperanza alimentaría.
Así pues el ser humano alcanzará a actualizar su naturaleza de ser de razón…en un mundo por venir. ¿Y entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, no digamos ya en la situación de un prisionero o un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma…¿qué hacer? Desde luego el propio Bloch nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza sino (tuviera él mismo esperanza o no) en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento.
Y así nos encontramos con más de 1500 páginas de espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científica, musicales etcétera, que tuvieron lugar…en el pasado (lo cual no deja de ser paradójico en un libro que exalta lo por venir). Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente (ciertamente con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad).
Quizás no quepa esperar que el lector del libro de Bloch supere un eventual nihilismo respecto a cualquier promesa de futuro, pero es muy posible que efectivamente se encuentre espiritualmente enriquecido tras la lectura de muchas de sus páginas, sintiendo que lo que vale no es la esperanza sino el libro, literalmente inmenso, y que no es de recibo la moraleja de que este no hubiera llegado a ser escrito si la esperanza no hubiera animado a su autor. En este como en otros casos, lo que cuenta es el testimonio de que algo tan intrínsecamente amenazado, vulnerable y frágil como un ser humano es susceptible de esa libertad con respecto a uno mismo que consiste en no abandonarse en la pendiente de la abulia, la pereza o simplemente el nihilismo, exigencia de alzarse sobre el estado actual, de liberar al menos todo aquello que está al propio alcance, la capacidad de pensar con radicalidad en primer lugar.
Y desde luego hay razones para pensar que el principio de esperanza, lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, es el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación, sustituyendo la tensión del pensamiento por la construcción imaginaria. En este sentido la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de tal principio. Lo cual no excluye que la esperanza sea instrumentalizada ( y por aquellos mismos que la sermonean) como último eslabón de tortura en el caso del judío Aser Abarbanel: "La vieja esperanza susurraba…"